OPINIóN
Actualizado 29/06/2022 08:41:39
Álvaro Maguiño

La luz es una prerrogativa artística. Envolver, moldear, ocultar, de todo ello es capaz la luz. Es una perfecta artesana de la madera, el mejor de los pinceles y la pluma idónea para plasmar las palabras. Funcionar a través de ella, siguiendo sus mandatos caprichosos, es la cualidad innata de aquello que destaca sobre el yermo territorio de lo lógico.

Componer en colaboración con la luz es subordinarse a sus múltiples matices. La luz cálida convierte todo aquello que toca en un confortable seno para crecer, a la par que roba de los colores toda su frialdad. Sin embargo, es la perfecta candela para respirar las palabras. La luz neutra, por su parte, no busca ser nido y mantiene una buena relación cromática con su entorno, pero no dice nada de sí misma. La luz blanca no acoge, sino que sobrecoge con su gélido tacto. Pero los colores brillan con toda su potencia, la tinta se clava en la hoja, como si de una chincheta se tratara. Y eso hablando de la luz artificial, la natural no atiende a la perpetuidad, sino que se deja llevar por el cambio y la espontaneidad. Como debiera ser, en continua transición y repetitivo esquema.

“El silencio es luz” diría Alejandra Pizarnik y quizás eso es lo necesario para mirar humildemente, olvidar las prepotencias y callar. Denostado el ruido, que no la musicalidad de la conversación, la luz es fruto de una reflexión. Desconocemos su origen hasta que la pensamos. El sol, las velas, las bombillas, la ropa blanca, la claridad del agua, la buena suerte… aquello que ilumina. El verano es la excusa perfecta para buscar tantos esquemas lumínicos, construirnos sobre ellos y saber ver en la celosía de las copas arbóreas una razón de tranquilidad, como pintaría Renoir.

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