OPINIóN
Actualizado 17/06/2022 22:54:35
Ángel González Quesada

Quizá uno de los asuntos de más difícil solución en el actual debate político, sea el de la abolición de la prostitución. Temas como el proxenetismo, la trata de mujeres, la pobreza, la emigración o el reconocimiento y respeto de los derechos individuales, se mezclan en posturas que quieren matizar la orientación que debería, indefectiblemente, concluir en la abolición total de la prostitución, una actividad, un estigma social que no solo perjudica a quienes están obligadas/os a ejercerla, sino que hace pervivir y abona, consagra y sigue dando carta de naturaleza a las peores lacras del machismo, del patriarcado esclavista y opresor, a la explotación de seres humanos y a la más cruda desconsideración institucional y social por el sentido último de la prostitución.

Si hay un tema que ha dividido históricamente al feminismo ese es, sin duda, la prostitución. Desde los planteamientos teóricos –cuál es el significado de la prostitución y su contribución al patriarcado–, a las definiciones prácticas –cómo abordar el asunto con políticas concretas y cuáles pueden ser los efectos colaterales– pasando por los interrogantes y el debate social de dolorosas aristas –¿no es también el trabajo doméstico una institución patriarcal sostenida mayoritariamente por mujeres explotadas?, ¿es posible decidir libremente cuando no tienes otras opciones?, ¿hay un sexo bueno y uno malo?– el actual debate, aunque a juicio de quien esto firma superficialmente, quiere iniciar, por fin, el camino de la abolición.

Reducir este debate a un enfrentamiento entre abolicionistas y regulacionistas es perjudicial por lo que tiene de limitado. Entre las posturas que van del abolicionismo total (del que, vaya por delante, quien esto firma es encendido partidario), que implica el cierre absoluto de locales, la persecución legal del proxenetismo y de los llamados “puteros”, la condena a cualquier tipo de comercio con personas, trata o dependencia forzada, la aprobación de leyes de extranjería que alberguen protección hacia mujeres sometidas, el establecimiento de vías de reinserción laboral y social, etc., hasta las propuestas de regulación, variadas, voluntaristas y a veces contradictorias, que toman esa actividad como si pudiese compararse a cualquier otra, protegiéndola con adecuadas medidas sanitarias, laborales, de seguridad, atención y control, la existencia de la prostitución en cualquiera de sus formas “comerciales”, explícitas, implícitas, ocultas o legalizadas, sigue insultando y ensuciando a las sociedades cuyos miembros no hemos sido capaces de eliminarla.

Sería largo relacionar los matices que en las propuestas políticas se enfrentan sobre el tema de la prostitución, que, presuponiendo a todas la mejor intención, apenas profundizan en lo que debería ser el núcleo de todos los trabajos tendentes a su eliminación: la dignidad de quienes la ejercen y el respeto a la individualidad de cada persona. Porque propuestas como, por ejemplo, regular la tercería locativa, que provoca que las mujeres que ejercen la prostitución no tengan acceso a vivienda y tengan que clandestinizarse aún más, es un parche inadmisible; o el proxenetismo no coactivo, que intenta anular las dependencias chantajistas, violentas o esclavistas de los explotadores de mujeres, pero abre la posibilidad de aceptar el libre cooperativismo de las/os prostitutas/os, además del reconocimiento de las empresas autónomas de prostitución (voluntarias, quieren decir), o la creación del empresariado legal de contratación de “trabajadoras del sexo” con todos los derechos, controles y exigencias legales de cualquier otro trabajo, siguen sin entrar en el núcleo de lo que significa, acarrea, implica y proyecta la prostitución: la cloaca de lo peor de nosotros.

El punitivismo, en todo caso, no es la solución. No es, al menos, toda la solución. Acudir hoy, como se está haciendo para intentar parchear una realidad que solo admite su total eliminación, al Convenio de Estambul de 2022, todavía con algunos flecos paternalistas y no pocos reflejos judeocristianos; citar la Convención de Nueva York de 1979, un honesto intento por la integración de las/os prostitutas/os, pero un fracasado modo de “limpieza” que se quedó en las fachadas; o remontarse al Convenio de Lake Sucess de 1949, el primer documento que habló sin ambages de la prostitución, pero que no fue capaz de superar sus rasgos de magnanimidad machista concesiva en todas y cada una de sus propuestas, es insistir en el reduccionismo, hozarse en el error leguleyo de creer que la política y los códigos penales harán desaparecer el baldón de la vergüenza que es para todos la prostitución.

La prostitución es el crimen de la trata de mujeres, es lo peor y más sórdido dela inmigración ilegal, el sufrimiento y la angustia del chantaje y la extorsión, los infiernos de la drogadicción forzada, el triunfo de la violencia como medio de sometimiento, el machismo en todo su esplendor, la dominación de la mujer sin paliativos, la vulnerabilidad y el miedo, la desesperanza, la depresión, el abandono y la incuria de las que todos y cada uno de nosotros somos culpable. Miles de mujeres que ejercen la prostitución (más de trescientas mil, según los últimos datos) en España, esperan que sus instituciones, por fin, puedan librarlas de todos sus naufragios y de los infiernos de cada día y cada hora. Porque cada minuto que esta sociedad siga tolerando y soportando esta inmunda lacra, es un minuto más que se enseñorea el rostro de la indignidad, un minuto de triunfo de quienes alquilan mujeres y, también, un minuto de vergüenza para todos quienes lo consentimos. Es la medida de nuestra indiferencia.

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