Un día de repente decidió que ya era hora de que él se metiera en la cocina porque, hasta ese momento, todo el tema culinario lo había resuelto ella, incluyendo la compra de alimentos y la recogida de utensilios.
Así que, en vez de regalarle lo que él esperaba, cosa que jamás sucedía, le endosó un paquetito muy mono con una moñeta azul en el que, al retirar el papel, apareció un delantal más negro que un toro zaíno.
Ante el estupor de él, acto seguido le dio una charla (sin coloquio final, que todo hay que decirlo) sobre el mal que hizo el primer poblador de la tierra al comer aquella manzana, tan apetitosa, condenando al resto de la humanidad a ganarse el pan (ni siquiera un filete, el postre ni las tostadas del desayuno) con el sudor de su frente. Ante aquella disertación monóloga, él sólo pudo dejar sus labios tan sellados como si hubiera masticado un superpegamento instantáneo, sosteniendo, sobre sus hombros, la losa de la desigualdad cometida por todas las generaciones de los hijos de Adán hasta nuestros días, y sólo se le ocurrió pulsar en su mente un Sí-a-todo.
Así que estrenó el negro regalo haciéndose un lazo a la cintura que sintió como el nudo de una horca (con hache) o el abrazo asfixiante de una orca (sin ella) y comenzó a aprender cómo se hacía el repertorio de comidas que ella había elaborado hasta aquel momento aciago.
De esta guisa (y asa y saltea y hornea) se fue soltando entre los fogones cuando salía de trabajar, aumentando gradualmente su autoestima culinaria. Y mientras ponía la mesa ante la atenta mirada de su hijo de 17 y su hija de 19, tumbados cada uno en un sofá todo lo largos que eran (a los que su madre, por cierto, no les había dado, jamás, la charla monotemática de nuestro primer antecesor manzanero, ¡y se notaba!) pensaba que, para este cumpleaños, sí que le regalarían esa bici de montaña que tanto le gustaba, pues en casa ya era él el único que faltaba por tener una.
Llegado el día, y con cara de complicidad angelical, los miembros de su familia le extendieron un sobre, y a él se le encendió la luz (casi de 5.000 lúmenes, como el faro de su bici soñada), y pensó lleno de alegría ¡¡aquí está!! ¡¡Un vale para ir a recogerla!!: de carbono, doble suspensión, frenos de disco (aunque sea de los Beatles), llantas tubeless y transmisión monoplato (o monofuente, o monobandeja, o monocazo, le daría igual) para poder salir a pedalear por el campoooo…
Con los ojos humedecidos por tanta emoción y la mirada nublada, abrió el sobre, y… cuál… sería… su… sorpresaaaa… Recitaron los tres a coro: “¡¡Un curso de cocinaaa!!”. Y no sólo se quedaron tan contentos, sino que, además, el de 17 apostilló: “Así cambias un poco el repertorio” (lo dijo sin despeinarse). Y la de 19, que era muy muy directa, ametralló: “¡Y aprendes a hacer cosas más moder-ni-tas!” (Lo lanzó, eso sí, con un aleteo de pestañas).
Él, sumido en la decepción más absoluta, volvió a masticar, mentalmente, pegamento ultrafuerte para sellar sus labios y a presionar el sí a todo en su cerebro, mientras sus entrañas mascullaban algo feo, pero feo de verdad que, claro, no voy a escribir aquí.
Ante esa tesitura, no tuvo más remedio que ponerse a empollar los huevos rellenos de foie trufado, los ceviches al Oporto con cilantro, las verduras con muselina a la pimienta de yogur, el rape en gelatina con huevas al eneldo, la mousse con sidra y manzanas en cama de salvia…
Como era de aprovechar el tiempo, dio buena cuenta del curso y mejoró altamente su capacidad gastronómica, compartiendo en su casa toda la sabiduría adquirida derrochándola en sus platos, variados, exquisitos, de sabores intensos, que hacían las delicias de todos.
Hasta que un día su hijo, arrellanado en un sofá, sin inmutarse ni un solo pelo de su flequillo, le dijo que cuándo iba a volver a los sabores tradicionales, y su querida hija, repantingada en el otro, (eso sí, bamboleando sus pestañas postizas y mirándose las uñas con manicura francesa) le espetó que se dejara ya de tonterías y que pusiera unas lentejas, lo que le dejó algo clavado en el pecho como si fuera un espeto a la parrilla.
Desde entonces, ya no espera que su familia le haga su tan ansiado obsequio, mientras sigue con el repertorio culinario que siempre había sido habitual.
Eso sí, con la ilusión de ir ya, en breve, a regalarse esa bici con las sisas de las compras. Al fin y al cabo, ¡eso es lo que hizo la descendiente directa de Eva para hacerse con la suya cuando era ella la que cocinaba!
Mercedes Sánchez