OPINIóN
Actualizado 31/05/2022 10:15:50
Marcelino García

De estas respuestas se desprenden tres modelos jurídicos y teóricos distintos: el prohibicionismo, el abolicionismo y el regulacionismo.

Giulia Balzano. Activista por los derechos humanos.

El trabajo, elegido libremente y con condiciones equitativas y satisfactorias, es reconocido universalmente como un derecho fundamental de todos los seres humanos. Nacidos libres e iguales en dignidad y derechos, nadie estará sometido a esclavitud ni a servidumbre. Respectivamente, artículos 23 y 4 de la Declaración de los Derechos Humanos. Generalmente hablando, nos referimos por trabajo a las actividades realizadas a cambio de una compensación económica. Si clasificar los tipos de trabajo no es una empresa particularmente difícil, los servicios sexuales a cambio de dinero encuentran no pocos obstáculos conceptuales para ser tipificados como “trabajo” a todos los efectos.

Para ser considerada como tal, la prostitución debería quedar circunscrita a un marco legislativo claro y completo, apareciendo pues una cuestión fundamental: ¿En qué medida las posiciones morales se han de tener en cuenta a la hora de tomar decisiones políticas y jurídicas? ¿Tienen que ser la moral y el derecho completamente independientes entre sí, o es necesario que exista una interseccionalidad entre ambos campos?

Los sistemas políticos occidentales responden de maneras diferentes al desafío metodológico que plantea la prostitución y las actividades en torno a la misma. De estas respuestas se determinan tres modelos jurídicos y teóricos distintos: el prohibicionismo, el abolicionismo y el regulacionismo. Estas tipologías son resultantes de la combinación de dos factores: el moral, que enfoca su atención en la prostitución como tal, y el legal, mediante el reconocimiento u omisión (implícito o explícito) por parte del Estado de un marco para su ejercicio.

El prohibicionismo considera la prostitución un delito y por ende persigue penalmente tanto su ejercicio como cualquier forma de proxenetismo o prostitución ajena. Intercambiar servicios sexuales por dinero es calificado, ante todo, como una actividad inmoral o un pecado que atenta contra la visión tradicional de la familia, así que se suprime a fin de evitar la tentación de relaciones extraconyugales. Se equipara pues el acto inmoral al delito, criminalizando a quien ejerce la prostitución y eventualmente también al que la demanda. La mayoría de los países de Europa del Este y casi todos los Estados de EEUU adoptan este modelo jurídico.

Penalizar a los clientes pero no el ejercicio de la prostitución en si mismo es el modelo adoptado por Suecia ya en 1999. “Si no hay demanda de sexo no hay prostitución” es la lógica detrás de la actitud legal sueca al respecto. La compra de servicios sexuales es un delito punible con sanciones y/o con hasta un año de encarcelamiento, así como el desempeño de actividades de proxenetismo y favorecimiento a la prostitución. Sin embargo, hay datos contradictorios sobre el éxito de la política sueca en relación a la disminución del negocio sexual y de la trata de seres humanos.

En otro lado del espectro, bajo el factor legal, se encuentra el modelo regulacionista, que legaliza la prostitución como trabajo o como actividad y tiende a la reglamentación de la industria de la que depende. A esto se adscriben los Países Bajos, Alemania, Turquía, Austria, Suiza, Grecia, Hungría y Letonia. La idea clave del regulacionismo, y su moral subyacente, es que el trabajo sexual, cuando es voluntario, puede ser equiparado a cualquier otro empleo y, por lo tanto, las y los trabajadores sexuales deben gozar de los mismos derechos que cualquier trabajador y del reconocimiento de sus necesidades específicas (como puede ser una atención médica adaptada). Este modelo jurídico considera que por el hecho de que la prostitución esté mal vista por cuestiones morales se niegue su ejercicio, equivale a limitar la libertad sexual del individuo.

La criminalización de la industria de la prostitución, o parte de ella, es propia del modelo abolicionista, que centra el debate en la estrecha relación entre la trata de personas con fin de explotación sexual y el negocio de la prostitución. Una visión abolicionista es la consideración de la venta de actividades sexuales como producto de una sociedad machista, puesto que son las mujeres la mayoría de quienes ofrecen y los hombres los que demandan servicios. Legalizar este sistema no haría más que normalizar el paradigma de dominio por el cual el cuerpo femenino es tratado como mercancía y se puede vender. Además, subraya la naturaleza racista y clasista de la prostitución y el alto nivel de violencia reiterada que sufren las mujeres vendedoras de sexo. En la mayoría de los Estados europeos se aplica el modelo abolicionista, por lo cual la prostitución no es calificada como trabajo legítimo y, genéricamente, la involucración de terceras personas está condenada.

En España la prostitución se encuentra en una situación de alegalidad, es decir, su ejercicio en sí no está prohibido, pero tampoco es ilegal poseer un establecimiento donde se ejerce la prostitución. Se permite pues el proxenetismo a condición de que no tenga fines lucrativos… conceptos evidentemente incompatibles, si pensamos que en España la industria del sexo sigue creciendo, convirtiendo nuestro país, según la Asociación para la Prevención, Reinserción y Atención a la Mujer Prostituida (APRAMP), en uno de los principales destinos de la trata de mujeres con fines de explotación sexual y en el primer país europeo de turismo sexual.

El Gobierno español ha anunciado, a través de su vicepresidenta primera y a la vez secretaria de Igualdad del PSOE, Carmen Calvo, que se está preparando para la elaboración de una Ley Integral contra la trata de personas en la cual figurarán también normativas de molde abolicionista para la penalización del cliente de la prostitución y de los proxenetas. Por otro lado, la dirigente de Podemos y ministra de Igualdad Irene Montero, había ya declarado la Ley contra la Trata sin referencia alguna a preceptos abolicionistas, después de haber recibido presión de colectivos que abogan por la regulación del trabajo sexual. La pugna política entre Calvo y Montero refleja el antiguo y todavía abierto debate intrafeminista sobre la actitud hacia la prostitución: ¿es trabajo o esclavitud?

Sin una sombra de duda -sobre esto hay poco que debatir- la trata de personas es una plaga de la sociedad actual. El tráfico con fin de explotación sexual es la esclavitud del siglo XXI. Ocho de cada diez casos de trata tienen como fin la explotación sexual y, de estos, el 90% son mujeres y niñas. Sin embargo, la trata y la prostitución no son equivalentes, a pesar de que estén estrictamente ligadas; por tanto, perseguir el trabajo sexual a fin de disminuir discriminaciones corre el riesgo de imponer una visión paternalista socavando a quien se dedica a ello de manera voluntaria. Por otra parte, hasta que no se alcance un nivel de igualdad y equiparación, tanto económica como de género, será difícil establecer la objetividad del nivel de consentimiento en la prostitución.

Cualquiera que sea la resolución jurídica que se adopte, es necesario acoger una perspectiva de derechos humanos, y estar pendientes a las consecuencias que el modelo legal comporta, puesto que ni en los países abolicionistas ni en los regulacionistas la trata de seres humanos ha disminuido de manera significativa para afirmar que un modelo sea mejor que el otro. Luchar contra la pobreza, que afecta el pleno desarrollo de los seres humanos además de alimentar la criminalidad organizada, es un paso necesario a cumplir. Los Estados tienen también la obligación de despenalizar y garantizar la protección de las trabajadoras y los trabajadores sexuales, de condenar la explotación con las medidas adecuadas y de comprometerse al logro de la igualdad de género. Recorrer la vía de los derechos humanos nunca es un paso en falso.

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