OPINIóN
Actualizado 02/05/2022 23:17:12
Charo Alonso

La niña bonita era tan chica que pensé que se me escurriría en la bañera y la lavé la primera vez, ya en la casa, en un cuenco grande de cerámica que me vendió una amiga, amiga de la alfarera que estaba pasando un mal momento. Y es que antes de las grandes palabras existía eso, el cauce cariñoso que nos une en la ayuda y el apoyo, y no puedo olvidar a la compañera con problemas de dinero que se presentó en mi casa con un paquete enorme de pañales precisamente cuando yo no podía ni moverme con el tajo de la cesárea latiendo de tierno. Pañales.

A otra de mis amigas, en vez de llevarle un body o un juguetito cuando nació su criatura, se me ocurrió comprarle un perfume que recibió con una sola frase: Menos mal, estos días huelo a perro muerto. A sudor, a leche derramada, el hombro sucio del feliz bebé que regurgita y a ver dónde pongo el pañal para que no apeste toda la casa. Es la mística de la maternidad.

-¡Mamá!

A veces, distraídas poniendo la mesa, las cuñadas y yo contestábamos ¿Qué? a la primera voz que oyéramos, daba igual de quién fuera el ruego, racimo de niños que se amontonan y del que mi madre decía que si se confundía no pasaba nada… total, ella a sus nietos los llamaba como le daba la gana…

-Mamá, es que no es un niño, es una niña.

-Pues que no le corten tanto el pelo y se acabó.

Mi madre era una libertaria de lo binario sin saberlo. Porque estábamos todas a la par cuando no había conceptos como sororidad o empoderamiento. Allí se daba la merienda a todos y se les abría la puerta para que corrieran con el mismo cariño. Los niños y los perros, a la puerta del chozo, que diría mi abuelo, mi abuelo Nicolás que siempre se rodeó de nietos, que me riñó una sola vez cuando le mandé de colonias una postal con “ahora” sin hache y que se dio cuenta de que su nieta era medio zurda cuando vio que hacía el número siete al revés, porque aquello de la dislexia le hubiera sonado a enfermedad de las vacas o las ovejas.

Recorro la exposición de Isabel Villar con la tristeza de saber que nunca más se juntarán los cuadros prodigiosos de una autora que empezó a firmar como I. Villar porque en los años cincuenta la presión sobre las pintoras por parte de la crítica era terrible; pero que luego, con el tiempo, puso bien claro su “Isabel” para que se viera que era una mujer… una mujer a la que le censuraban los desnudos femeninos y más aquel vientre desnudo y embarazado al que dejó el esbozo del feto antes de que Annie Leibowitz nos plantara en portada la panza de Demi Moore. Yo aún en el 2000 llevaba blusas anchas y jerseys informes para meter una barriga pequeñísima de niña diminuta.

-Mamá, que no me oyes.

Máquina de escribir, trabajo, comida recalentada y amigas que llegan, apoyo que abraza, hermana que se lleva a la niña a cuchichear secretos deliciosos que no pueden ser compartidos con la madre que repite que dejes el móvil y te sientes a comer, dúchate, péinate, acaba los deberes.

-Mamá…

Y los cuadros de Isabel Villar como una ofrenda de jardín del Edén, deliciosa libertad sin consignas ni monsergas.

-Pues yo de mayor, perros y gatos, mamá.

-Pues mira qué bien.

Y la cicatriz de lado a lado como una sonrisa que no se cansa… Mamá.

Charo Alonso.

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