Llevamos en los últimos años algunos sucesos especialmente irracionales y perversos: maridos que matan a sus hijos, a uno o a varios, para hacer sufrir a la madre de por vida.
¿Cómo un agresor puede llegar a esta conducta, además, con frecuencia, rumiada y planificada?
No puedo ponerme dentro del corazón y la cabeza del agresor porque se autodestruye suicidándose o acaba de por vida en la cárcel, conlleva una casi muerte social, etc.
En algunos casos tienen la esperanza de que nunca se demuestre lo que han hecho, aunque esta sea prácticamente siempre infundada. Además demuestra la más absoluta fría maldad de la persona.
¿Por qué están dispuestos a autodestruirse destruyendo, incluso a los propios hijos? Una irracionalidad inexplicable, una locura vital, una perversión de un ser humano. Sabemos que suele estar asociado a los conflictos de la separación o después de la separación consumada.
Un ser humano que se maligniza no soportando ser rechazado, abandonado, declarado indigno de ser amado.
Tal vez él no haya amado nunca, no haya tenido capacidad de amar (el deseo, la atracción e incluso el enamoramiento no suponen la capacidad de amar) y carezca de un corazón empático, al que le sería difícil aceptar la destrucción de otras personas, muy especialmente de los hijos, sacrificados para causar dolor a su pareja.
Es seguro que está gravemente mal socializado en valores éticos universales (el derecho a la vida, el derecho a la separación, el deber de cuidar y proteger a los hijos, etc.).
Probablemente, sus prejuicios ancestrales, le lleven a creer que la mujer es “su propiedad”, “le pertenece”, “no puede tomar esta decisión”, “es suya y solo suya”, “no pertenece a sí misma y menos a otro porque es mía”, “tal vez esté lleno de celos que le roen el alma”, etc.
Además de estar gravemente mal socializado, no tiene capacidad de autocontrol, les desbordan la supuestas ofensas, que rumia, seguramente agranda y legitima para condenar a muerte a su mujer. O peor aún, dejarla vivir para que sufra de por vida lo insufrible: la muerte de los hijos, una venganza que su perversión legitima.
Tal vez no soporte esta “ofensa social”, la vergüenza social de verse rechazado y abandonado, en una sociedad que aún, en no pocos casos, entiende la separación como un fracaso, un menosprecio de quien es rechazado.
Estamos muy lejos de la ética de la vinculación y la desvinculación, de separarnos haciendo el menos daño posible a la pareja y a los hijos. La separación es un derecho: para vincularse se necesitan dos voluntades, para separase basta una, porque es un derecho de la persona, sea cual sea la voluntad de su pareja.
Aunque aconsejamos (López, 2010: Separarse sin grieta: como sufrir menos y no hacer daño a los hijos. Editorial Grao: Barcelona) que la decisión de uno sea aceptada como un derecho, compartiéndola: “si has decidido separarte, estás en tu derecho y, por tanto, lo acepto y lo haremos de mutuo acuerdo y apoyo”.
En lugar de matar a los hijos debiera enseñar a los hijos diciéndoles: “vuestra madre está haciendo algo que puede hacer, es su derecho, ha sido, es y seguirá siendo vuestra madre; Y yo vuestro padre, colaboraremos y nos apoyaremos para cuidaros como siempre”.