Encuentro un gusto especial en las cosas antiguas. No hace falta que sean muy selectas. Basta con que haya pasado un tiempo para revestirlas de un barniz mágico que nos cuenta historias al oído.
Tener entre las manos uno de esos objetos, aunque no me pertenezca, produce en mí un salto cronológico que me llena de experiencias vitales que han quedado contenidas en su interior, como si de una lámpara de Aladino se tratara. No hace falta frotar. Vale con tocarlo, sostenerlo y bañarlo con los ojos para que comience a relatar su trayectoria.
Aquella vasija de arcilla que parecía tan primitiva bajo un tenderete al sol, ese día en el que todo brillaba, entre pasos acompañados que dejaban su huella en un terreno de albero, se conserva en el pozo de la memoria del que rescatamos recuerdos líquidos en un minúsculo balde, al tirar de una finísima cadena de plata envejecida… Se soñó en conjunto un hogar en el que disfrutarlo, testigo de fiel compañía adornado con la pátina del tiempo.
El libro de tapas desgastadas y páginas como pétalos en sepia, que al abrirlo emite notas de parisino acordeón con una cálida voz de palabras en las que no existe la erre, l’amour, l’amour, l’amour…
La figura de exquisita porcelana, venida de dónde, durante cuántas generaciones, tantas que ya incluye en su ADN su pelo onduladamente recogido entre guirnaldas de flores, su vestido con múltiples volantes de encaje moldeando su cuerpo de mejillas sonrosadas, mirada de seda embelesada, reposando en un banco rodeado de colores que hizo brotar entre sépalos la primavera.
A veces, un collar con cuentas de cristal esconde, en cada una, un día de amor, de esperanza, de sueños, como un rosario, como una letanía. Quizás fuera un ansiado obsequio. Algo que relucía detrás de la vitrina de una tienda y produjo la sensación de comunión que se siente ante las cosas más bellas. Puede que se convirtiera en comentario sin importancia que alguien guardó en su lista invisible, esperando el día para rescatarlo de aquel escaparate, envolverlo en un escogido papel de tono dorado envejecido, con un lazo rojo de amor, y transportarlo entre manos de algodón a otras manos de nube que esbozaron labios de sorpresa, después de alegría, luego de exclamación, y se juntaron a otros labios para aceptarlo y a su vez hacerse regalo.
La vida, con sus pasos de tic tac, lo recubre todo con su esmalte, va dejando en cada objeto su tenue capa de sensaciones que se filtran hasta formar parte de su materia, molécula a molécula, imperceptible poso invisible, y se hace patente cuando una mirada de mente abierta acoge en su tacto su suavidad duradera, su fragancia de tiempo. Entonces se rescata todo aquello que dejó el pasado como un halo adormecido.