Doce horas de pasión
pregonaron la esperanza
dormida tres largos años
tras tantas puertas cerradas
aunque llegara la fecha
de sacar cruces y andas,
aunque fuera primavera
y por tradición tocara
llevar el rostro de Dios
a las calles y a las plazas
para restaurar al hombre
que en ellas no lo encontraba.
El reencuentro es la noticia
que trae a primera plana
con su frescura abrileña
el cronista de la Pascua,
suplemento de Evangelio
anunciado en la portada,
el titular más perfecto,
la imagen mejor lograda,
el relato más exacto
y más fiel a la Palabra.
Sin el Sepulcro vacío
y abierto aquella mañana
no se comprende la sangre
ni se entienden tantas lágrimas,
no se entra en el misterio
que la fe desvela y guarda
en un sudario enrollado
tras una losa apartada,
cuando vemos y creemos
que Dios nos ama y nos salva.
Hasta allí habremos llegado
paso a paso, marcha a marcha,
engarzando procesiones
como quien junta miradas
para alcanzar la visión
completa de tanta Gracia
que del pecho de Jesús
como fuente se derrama
y fecunda nuestra tierra
sedienta de su enseñanza.
Será por fin Redención
en eucarística estampa,
un cáliz entre sus dedos
que el cenáculo prepara.
Será la parda Humildad
que viste la Franciscana,
afanada en una lucha
constante por Tierra Santa
que se palpa en la labor
de manos octogenarias.
Será el Amigo cercano
que aclama toda la infancia
el día de los estrenos
con los ramos y las palmas.
Ya no tendrá vestiduras,
el Despojado le llaman,
echan a suertes su túnica
mientras el Perdón reclama
para los que, en su ceguera,
manos y pies le taladran.
Doctrinos entre los cardos
asomando por la casa
fundacional de este himno
popular al que se abaja
y obedece hasta la muerte
para que el Padre le haga
digno de todo el honor
y reine sobre las almas
desde el trono de la Cruz
que en Lunes Santo es más alta.
Luz de Luz y Dios de Dios,
credo de fe razonada,
la verdad esclarecida
en noche universitaria
que ha buscado en el silencio
pruebas de promesa intacta
atadas a la columna
que el Flagelado señala
como un pilar al que asirse
cuando más nos hace falta.
Agonía que redime,
Misericordia que traza
una rúbrica yacente
en la luna hasta llenarla
cuando llega el Jueves Santo
y el sacro triduo nos llama
a doblar nuestras rodillas
para seguir sus pisadas
y reluce más que el sol
la gloria de Dios que pasa.
Va recorriendo estaciones
en un Vía Crucis que alcanza
el lecho de los enfermos
y el barrio que lo añoraba.
Va consumando Agonía
el Cristo de la Seráfica,
tez morena y moribunda
que a los que mueren rescata
porque suscita oraciones
con un toque de campana.
Amor y Paz por la puente,
cara descubierta, salta
un grito de la otra orilla,
una voz rotunda y blanca
que se hace paloma al vuelo,
y cuerno, y tabla, y matraca,
la misma Pasión que nace
cuando ya es la madrugada
que predica Buena Muerte
con voces dominicanas.
Viernes Santo de la Cruz,
de Oración arrodillada
entre olivos que presencian
cómo el Hijo al Padre habla,
de un Redentor Rescatado
en paradoja morada
cruzada en rojo y azul
con perfección trinitaria,
de un Nazareno que mira
y ya sobran más palabras.
Es Viernes de Nuestro Bien,
el Cristo que siempre estaba
desde que hay procesiones
en nuestra ciudad dorada,
descendido con cuidado
sostenido por la sábana,
depuesto sobre el Sepulcro
y cubierto con la manta,
llevado en el Santo Entierro
conforme a las ordenanzas.
Al cabo, es Liberación
que tiende la mano y sana,
porque la paz de los muertos
más que descanso es plegaria
que se enciende en esa Vela
que el Sábado Santo ensaya
con sus ansias de vigilia,
de fuego que no se apaga,
cuando vírgenes abejas
nueva cera nos regalan.
La luz pascual es Jesús
Resucitado que avanza,
es su mano que bendice,
es su bandera encarnada,
es el Cordero de Dios
que en su sangre sume y lava
todo el pecado del mundo,
es victoria proclamada
al salir la Vera Cruz
a anunciarlo a Salamanca.
Fotografía de Heliodoro Ordás: el Sepulcro vacío de la Cofradía de la Vera Cruz, en la mañana de Resurrección.