Dios es amor, es misericordia, siempre ama y perdona. Dios es fuente y camino de misericordia. La Misericordia nace de Dios que es “compasivo y misericordioso”. El misericordioso siempre ama y perdona. La misericordia no es cosa de débiles, como diría Nietzsche, sino de las personas que son generosas y magnánimas, que son tan fuertes espiritualmente que no necesitan recurrir a la violencia ni a los poderes que sojuzgan. Los cristianos deben ser valientes, con un corazón grande para ser solidarios en todo momento y acoger el mensaje del Vaticano II: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón... La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia” (Vaticano II).
Al hablar de la misericordia de Dios, nos podemos referir al Dios samaritano que, no sólo nos presenta la cara más tierna de la misericordia divina, sino que nos indica sin lugar a dudas, donde está el sentido real de la misericordia. Un sentido que pasa por aprender la importancia de las necesidades de los demás, como lo más importante que hay que atender, frente al resto de obligaciones que la vida nos impone.
Así, a lo largo de la Historia, los seguidores de Jesús, conscientes de que el Buen Samaritano es Jesús mismo, y de que hay que imitarle, han llegado incluso a institucionalizar la misericordia en las múltiples obras que a lo largo de los siglos la Iglesia ha creado y sostenido: hospitales para enfermos, colegios para enseñar, misiones para promocionar integralmente la vida de pueblos… Incluso los grandes caminos de peregrinación, como el Camino de Santiago, estaban y están salpicados de refugios y casas de acogida para ayudar a los peregrinos en todo lo que necesitan y socorrerles frente a los malhechores de esos caminos.
En el camino de la vida hay peligros que Dios no nos evita, ladrones que nos roban, malhechores que nos dejan medio muertos, y personas que pasan cerca totalmente indiferentes. Y Dios no interviene, porque deberíamos ser nosotros (los otros dos de la parábola) los que nos paremos y ayudemos al otro, haciendo justamente presente a Dios siempre y en todas partes. Es un compromiso ineludible y la responsabilidad más grande, pues con ella ganamos la vida eterna (Lucas 10, 25-28).
Las implicaciones del imperativo “haz tú lo mismo” son inmensas. Dios es ciertamente ese Buen Samaritano que aparece en cualquier recodo del camino de la vida, pero Él quiere que nosotros le hagamos presente (todos nosotros) y siempre, por nuestro bien. No es posible una sociedad progresista, ni que aspire a seguir creciendo, sin el compromiso de la misericordia en todos los que la formamos. No es posible una autentica calidad de vida, si sólo nos apoyamos en las adquisiciones de la técnica y la ciencia. Es ineludible si queremos ser felices, dejar que nuestro corazón se conmueva ante las desdichas y males del otro. Es urgente y apasionante la misericordia en acción.
Sabemos perfectamente que la misericordia tiene mil caras, pero no es difícil encontrar aquella que se ajusta a la nuestra, porque toda obra buena, todo lo que quisiéramos que hicieran con nosotros, es justo lo que hay que hacer. Tan sencillo como querer. Tan fácil como respirar. Tan importante como que es lo mejor para todos. Estamos en tiempos difíciles, de violencia y de muerte, y es, precisamente en estos tiempos, cuando tenemos que echar mano de la misericordia.