OPINIóN
Actualizado 05/04/2022 08:16:29
Francisco Delgado

Unos familiares me animaron a pasar juntos el pasado fin de semana en una casa rural, aislada, en medio de las montañas. A mí, que vivo en el borde de una pequeña ciudad, mirando a la naturaleza y de espaldas a la ciudad, me pareció que podría ser una experiencia estimulante. Opino que la naturaleza, los animales, las plantas, siguen siendo los elementos que más nos pueden enriquecer, incluso (o sobre todo) hoy en día.

“Palabras, palabras, palabras…” pronunciaba el dubitativo y radical Hamlet de Shakespeare; la cultura ciudadana se ha convertido en una “cultura” de comprar y vender, envuelta en dinero y palabras seductoras.

Ya sabemos el argumento de desear poseer objetos: cuantos más posees, más insatisfecho te sientes y más impotente en parar la búsqueda del delirante objeto imaginario que te hará feliz.

Sin embargo en nuestra relación con la naturaleza, la mayor parte de las experiencias nos pueden hacer sentir más felices: las plantas que hemos sembrado en la huerta, los frutos del árbol plantado y cuidado, la leña que calienta en la chimenea, las flores que adornan, los colores del atardecer, el silencio que permite escuchar a las aves o las aguas del arroyo. Solo las catástrofes naturales nos frustran: la sequía, las inundaciones, el fuego descontrolado, el viento huracanado…pero son frustraciones que no generan odio contra nadie, no como la frustraciones de nuestros semejantes, que nos pueden llenar de odio por el daño recibido o por el temor a recibirlo.

La literatura universal describe sistemáticamente los amores felices, las parejas o familias felices en el medio campestre. Y el cine o la literatura contemporánea siempre narra el efímero amor en medios ciudadanos. Ya se acabaron en nuestro imaginario los finales felices; en las novelas o películas contemporáneas solo podemos aspirar, como espectadores, a un final no trágico, o ambiguo, pero nunca feliz. Se acabaron los amores hasta el final. En la vida de la ciudad todo cambia, todo se transforma, sin que la voluntad del héroe o heroína, pueda hacer nada para llevar las riendas de los acontecimientos.

En las ciudades estamos sufriendo crisis económicas una detrás de otra, epidemias que nos enferman o matan, guerras que nos involucran aunque sucedan a miles de kilómetros.

Los campos se deterioran solo por falta de cuidado de los humanos, o por el abandono, o por la manipulación de los precios de los productos que hacen los intermediarios.

La vida en el campo nos regala tiempo y la vida en las ciudades nos lo roba. Lo mismo ocurre con el espacio: en la ciudad unos cuantos metros cuadrados valen una fortuna; en el campo el espacio está ahí, libre, todavía, en grandes extensiones sin vallas, sin precios.

Admitamos que la relación del ser humano con la libertad es excesivamente contradictoria: por una parte nos atrae y por otra la tememos demasiado. Por eso abandonamos el campo: preferimos la débil protección de las grandes ciudades, a la libertad de diseñarnos nuestras propias decisiones y riesgos.

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