No es la primera vez que escribo en estas páginas sobre la falta de dignidad que algunos bancos españoles tienen en su trato cotidiano con los jubilados; mi impresión y experiencia es que va de mal en peor.
De tal modo, excluyendo cualquier fantasía paranoica, y uniendo el mal trato de estos bancos al de la sanidad pública y muchos servicios sociales (en el sentido, estos dos últimos de falta de calidad y eficacia mínima de cuidados asistenciales) podríamos concluir que la impresión que hay en el aire, en torno a diversas instituciones, es que existe una especie de empuje a que ¡los jubilados no demos guerra y nos muramos cuanto antes! ¿Les parece demasiado fuerte mi impresión? Quizás es porque la realidad es siempre demasiado fuerte.
Expongo a continuación mi última experiencia como cliente de ING en una sucursal de esta ciudad: no la expongo porque me haya ocurrido a mí, sino porque todo lo que expondré me lleva a pensar que ya les ha ocurrido y les puede ocurrir a muchos otros semejantes. Es pues un hecho colectivo, no solo individual.
El pasado domingo, a mediodía, recibo, al llegar a mi domicilio, de un largo viaje, un mensaje de ING-Seguridad diciéndome que les llame a un teléfono, pues aparecen en mi cuenta operaciones extrañas o poco habituales; lo primero que pienso obviamente es si he perdido la tarjeta bancaria, o me la han robado, pues es una tarjeta con la que realizo escasas operaciones; no la he perdido, ni nadie me la ha robado. Pero en cuanto el banco, su “servicio telefónico de urgencias”, comienza a informarme de unas cantidades mensuales cobradas a mi cuenta, de una “empresa” disfrazada de un servicio, que desconozco absolutamente, me doy cuenta de que estoy siendo estafado por una “empresa” de delincuentes. Le puede ocurrir a cualquiera.
Pero lo que NO LE DEBERÍA OCURRIR A NADIE ES QUE UN BANCO ANTE UN HECHO DELICTIVO TAN CLARO se ponga del lado de la “pseudoempresa” y quieran convencerme de que algo mal he hecho yo: el contrato, no mirar la letra pequeña, no “custodiar bien mi tarjeta”, etc., etc. Esa respuesta del banco es, a mi juicio, el colmo de la ilógica y de la ausencia de un trato centrado en el cliente; un banco en el que haciendo un acto de confianza en él he depositado en él mis humildes ahorros, para protegerlos, que es la primera función (ya única función para los pequeños ahorradores, pues hace tiempo no hay un mínimo beneficio económico), pone en cuestión la información que yo le estoy dando y se pone a “defender” la actuación delictiva de unos desconocidos. Es lo mismo que si vemos a alguien que es atracado en la calle y como testigos le decimos a la víctima del robo: “vaya usted corriendo a hablar con el ladrón”. Pues, en resumen, esa ha sido la “solución” de ese banco, que ya jamás podré referirme a él como “mi banco”, como antes nos referíamos al banco que utilizábamos.
¿Qué podemos hacer ante esta grave indefensión, económica, sanitaria, social? Si nos callamos ante las agresiones, significa psicológicamente que estamos muertos, al menos metafóricamente.
Pero no, aún no estamos muertos sino vivos y muchos de nosotros con más sabiduría de la vida (incluido el valor del dinero) que muchos jóvenes bancarios que, como máquinas, siguen consignas de su entidad sin atreverse ni siquiera a pensar ¿qué estamos haciendo, aquí, ahora, con la generación de nuestros padres?