Es una leyenda del toreo contemporáneo, una figura esencial para estudiar la tauromaquia moderna, una estrella coronada del toreo de fama mundial. Un hombre nacido en un barrio deprimido y pobre de Salamanca (Chamberi), que conquistó la gloria social y artística agarrando con firmeza las bridas de un caballo de exigente y dramática monta como el toreo. En la cresta de ese diabólico corcel “El Niño de la Capea” cabalgó napoleónico y soberano desde el año 1972 hasta 1991. En ese amplio periplo profesional, Pedro Moya toreó un total de 1166 corridas de toros. Ha estado en activo como matador de toros 18 años. Ha estoqueado 2332 toros, sin contar su etapa de novillero, en la que también acaparó los primeros puestos del escalafón, y sin incluir en esta relación estadística sus largas campañas americanas, añadidas a la española, en cuyos cosos (Méjico (indultó a los toros “Manchadito y “Samurai”), Lima, Venezuela…consiguió un destacado cartel y notoriedad profesional, gran popularidad, por tanto.
Pedro Gutiérrez Moya “El Niño de la Capea” fue líder del escalafón de matadores de toros durante seis temporadas casi consecutivas: 1973, 1975, 1976, 1978, 1979 y 1981, toreando sólo en España en esas seis temporadas 485 corridas de toros. Ha salido a hombros de las Ventas en cinco ocasiones (1974, 1975, 1979, 1985 y 1988) cortando un total de 23 orejas.
Pedro Gutiérrez Moya nace en Salamanca el 17 de septiembre de 1952. El 3 de mayo del 69 viste su primer traje de luces. Inicia sus primeros pasos y su historia como torero en la placita turística de La Capea, situada en Chambi, barriada humilde del otro lado del Rio Tormes. De ahí para adelante, y siendo un niño, su carrera fue consiguiendo una velocidad extraordinaria y una evolución ascendente imparable, debido esencialmente al tesón, el amor propio, la ambición profesional y la intuitiva capacidad lidiadora desde muy corta edad del joven torero. Un Rafael Nadal del toreo mismamente.
Capea ha dictado lecciones de maestría y pundonor en prácticamente en todos los cosos de relevancia del orbe taurino, ganándose un lugar para la historia de la Tauromaquia al ser protagonista de inolvidables faenas en los ruedos más señeros de la geografía taurina como Madrid, Sevilla, Zaragoza, Valencia, Salamanca, Pamplona Barcelona, plazas de Francia y Méjico, especialmente. Su toreo fue siempre diáfano, enervante, lúcido y poderoso. Un toreo de ansia, rompedor, imbuido de clasicismo, pero dotado de una apabullante energía interior.
El trio de ases que vertebró durante muchas ferias la feria de Salamanca, “El Viti”, “El Niño de la Capea” y Julio Robles, puso a La Glorieta cada septiembre en el primer plano de la tauromaquia nacional.
Capea y Robles mantuvieron una firme competencia en su plaza más emblemática y el torero de Chamberí hizo siempre el paseíllo en Salamanca sometido a una “particular” presión, desarrollando en el ruedo su mejor expresión artística. En aquellos años, la afición tomó partido por ambos toreros (“El Viti” dictaba desde su trono) y los dos toreros concitaron una inusitada expectación y partidarios. Es posible que Robles ganara la partida en este sentido, era un torero estilista, con un especial perfume estético en sus formas que enamoraba a los públicos. Para equilibrar la balanza Capea apretaba el acelerador al máximo, jugándose el tipo hasta resultar cogido de gravedad.
El público de toros es voluble, apasionado, ingrato también. Y aquellos años fueron para Pedro Moya de un evidente desgaste psicológico (es opinión personal de quien vivió muy de cerca aquellas ferias) para tratar de que el público visualizara en la medida que él consideraba, su capacidad y valía torera. Capea navegó en la cima del éxito desde que tomó la alternativa (sangre, sudor y lágrimas, sin duda) y, curiosamente, el éxito y adoración de que era objeto en las demás plazas, encontraba remilgos en su tierra. Dura experiencia para soportarla con serenidad.
Mientras, Julio Robles, excelente torero, se bandeaba temporada tras temporada, en las medianías del escalafón, interpretando una muelle partitura profesional, con sus puntos álgidos en Madrid sobretodo y Salamanca, donde la afición, en términos mejicanos, le cuidaba como “el consentido”. El fino toreo de Robles llamaba poderosamente la atención y parece que la afición charra estaba por premiar más la desigualdad, con golpes de oro, del abulense-salmantino, en detrimento de la alcurnia maestría de Capea.
Han pasado los años y el maestro que naciera en la precariedad de un barrio humilde, ya rico, famoso y respetado como leyenda e icono de la profesión, aún no parece haber olvidado aquellos desdenes de la afición salmantina. En repetidas ocasiones en entrevistas ha dejado claro que con la afición charra no quiere saber nada. Rechaza de forma habitual invitaciones a coloquios, presentaciones de libros u otras actividades culturales que se celebran en la ciudad. Existe un Museo Taurino en Salamanca. En él debería de haber una amplia huella de su vida taurina, no la hay, sólo un cuadro y algún cartelito que no hacen honor a su real valía e importancia en la Tauromaquia moderna.
Los que vivimos como testigos en primera línea aquellos acontecimientos taurinos en nuestra Feria, y los disfrutamos con la pasión de aficionados e interés periodístico, cual es mi caso, sentimos cierta perplejidad cuando pensamos en este asunto. El maestro puso siempre su alma en sus paseíllos salmantinos, su corazón y demostró con creces su categoría como figura del toreo. Una escultura en la explanada de La Glorieta dejas clara la admiración de esta tierra por su figura y significado artístico.
Pedro Moya tiene 70 años y dentro de unas semanas se vuelve a poner el “chispeante” para conmemorar sus 50 años de alternativa en Bilbao y ofrecer a la afición, una vez más, lo mejor de sí mismo como torero. Será en Guijuelo, a 50 kilómetros en Salamanca. Una bonita tarde, seguro, Llena de nostalgia. Allí estaremos para aplaudir a Pedro Gutiérrez Moya “El Niño de la Capea”, aquel chavalín que lloró de rabia porque le “robaron” el Bolsín Taurino de Ciudad Rodrigo, aquel niño que, cuando le vi hacer su primer paseíllo en la Glorieta sin caballos, mi abuelo me dijo sorprendido: “¿pero ese niño va a matar el toro?”. Y cuando dio la vuelta al ruedo mi hermano le quitó la boina al abuelo y se la tiró entusiasmado a aquel niño torero sonriente y feliz.
La fiesta de los toros existe porque emociona, comunica, sorprende, enfada, ilusiona, hace llorar y reír, es tragedia y gloria, luces y sombras. El público ruge, avasalla, encumbra, desprecia, es cruel, amistoso, verbenero, exigente, amante y odioso. Uno cree que el artista ha de llevar esa carga, soportarla y conducirla con inteligencia. Con el añadido de que el toreo es, esencialmente, incertidumbre. Nada está escrito, nada es previsible. La muerte es notario de su verdad más absoluta.
Seguramente en su interior, maestro, hay razones personales para sostener ese menosprecio a buena parte de la afición taurina de Salamanca. No lo dudo. Pero otra parte no menos importante le respeta y admira como lo que es: una leyenda del toreo…de Salamanca.
¿No cree que ya es hora de enmudecer aquellos lejanos ecos?.