Para los Moreno León…
Tiene el alfarero la paciencia del que sabe, gira el torno con la cadencia de la vida y el cuerpo rodea la redondez de la tinaja acrecentando su contorno pródigo, su espacio para el alimento. Nada más primario que trabajar el barro nuestro de cada día, aquel del que estamos hechos, que recibimos de la tierra y preparamos con las manos para amasar la arcilla que es nuestro pan. Tarea milenaria, curvar con nuestras manos el continente donde se abriga el contenido: trigo, aceite, vino, agua que duerme en el fondo de la alta tinaja con vocación de profundo pozo.
Suena la radio en el rincón salpicado de barro de mi amigo el alfarero. Son los restos del mundo que no interrumpen la cadencia de este torno que da vueltas alrededor de la guerra, del dolor, del eco que no cesa. Sentado en el hueco bañado por el sol, no hay más labor que la que gira siguiendo el contorno de las manos hábiles, la paciencia que construye la pared de barro que se curva para contener la vida entera. Todo lo bueno tiene su abrazo y su espacio en la curvatura terrestre de la tinaja que se levanta, giro a giro, a lo largo de las horas.
El alfar tiene la incertidumbre del horno, la temperatura justa para no quebrar. Y mientras, alrededor, todo se quiebra con estrépito. El plato y el puchero de barro son los humildes testigos de una labor de siglos mientras los cacharreros recorren de pueblo en pueblo la ruta de la venta, el rato del mercado, el ruido que entrechoca las vasijas, las tinajas, los cántaros, los botijos, la cerámica vidriada que se pone en las fiestas. Somos los herederos de un horno a ras de suelo donde enterrar la esperanza de la teja, la geometría del ladrillo, la curvatura del círculo de la pieza milenaria. Éramos barro y en barro nos convertimos mientras los niños buscan el charco donde salpicarse los pantalones, las botas, las piernas de la materia que amasamos con la misma cadencia que los panaderos.
En tiempos de incertidumbre cómo no volver al torno nuestro de cada día, a la almazara que nos alimenta, al horno del que sale el pan cocido con la leña. No sabíamos que vinieran tan lejos ni el trigo ni el girasol porque lo veíamos en la tierra nuestra, la tierra de la que sacamos el barro del alfarero, tan cercana la raíz de la costumbre, tan consabida ¿Qué nos ha pasado? Y mientras los hombres se matan, la primavera se yergue y la tinaja, eterna en su torno de la paciencia, sigue creciendo entre las manos del alfarero dispuesta a contener la vida que nos queda.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.