OPINIóN
Actualizado 12/03/2022 09:19:41
Eutimio Cuesta

En esos paseos que me doy por la historia, me perdí por un sendero de la Mancha. Caminaba con mi sombra delante, temeroso de no encontrarme con nadie, y, a lo lejos, oteé dos personajes de muy distinto pelaje y de muy distinto son. Uno venía montado en un jamelgo, embutido en una envoltura metálica, con yelmo también de lata y con una aíjada de punta roma de tanto perforar oleadas de viento; y el otro, acomodado en una albarda que, acunaba, parsimoniosamente, un rucio de pelaje calvoso y añoso. Avanzaban, lentamente, en busca de un entuerto, y yo, en busca de ellos, anhelando consuelo y compañía.

Como caminaba sin rumbo, les pedí autorización para acompañarles en su aventura. Yo no hablaba, solo andaba a su compás y no me forzaba; escuchaba atento, porque el hombre del caballo mostraba señales de ser un hombre leído. Yo estiraba el cuello, para no perderme la palabra, que iba vertiendo sobre su criado rudo y poco sesudo, pero noble y campechano. Y, entre las muchas reflexiones que le iba inyectando en su mente, recuerdo algunas que más me impactaron y se estamparon en las paredes de mi memoria.

Llegué a la conclusión de que “el caballero necesitaba a su escudero para hablar, esto es, para pensar en voz alta sin rebozo, para oírse a sí mismo y para oír el rechazo vivo de su voz en el mundo. Sancho era su coro: la humanidad toda para él”.

Por lo que pude sacar del monólogo: “se puede decir que a Sancho le sacó de su casa la codicia, así como la ambición de gloria a don Quijote, y que así tenemos en amo y escudero, por separado, los dos resortes que, juntos en uno, han sacado de sus casas a los españoles”.

Y le noté al caballero muy reivindicativo: “Hay que luchar porque la justicia impere en el mundo”.

Y llegamos a la sombra de una encina. Era hora de yantar. Sancho sacó de las alforjas unas lonchas de tocino rancio, un tajo de cecina de vaca y un queso grasiento del natural ovino de la tierra manchega. Mientras Sancho extendía la rodilla, el caballero refrescaba la garganta, reseca por un sol polvoriento con buenos tragos de tempranillo.

Ya repuesto de la fatiga y del cansancio, don Quijote prosiguió la conversación en un tono misericordioso: “Dios y la naturaleza castigan para perdonar. Castigo, que no va seguido de perdón, no es castigo, sino odioso ensañamiento”.

Mientras recogían el hato y se ajustaba el atuendo, el caballero, complaciente de haber compartido la vianda, me espeta: “Si hiciéramos beneficios por las gratitudes que, de ellos, habríamos de recoger, ¿para qué nos servirían en la eternidad? Debe hacerse el bien, no solo a pesar de que no nos han de corresponder en el mundo, sino, precisamente, porque no han de correspondérnoslo. El valor infinito de las buenas obras estriba en que no tienen pago adecuado en la vida.. La vida es un bien muy pobre para los bienes que, en ella, cabe ejercer”.

Con las cabalgaduras en marcha cansina y yo, con paso reposado, el caballero de la triste figura va repasando, en vivo, sus pensamientos, que voy espigando, levemente, y depositando en la fárdela de mi memoria:

“Si mi prójimo es otro yo mismo, ¿para qué le quiero? Para yo, me basto y aún me sobro”.

“No des a nadie lo que te pida, sino lo que entiendas que necesita, y soporta, luego, su ingratitud”.

“Sábete, Sancho, que todas estas borrascas, que nos suceden, son señales de que presto ha de serenar el tiempo, y han de sucedernos bien las cosas, porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho mal, el bien ya esté cerca.

Interviene Sancho:

"Saliendo yo desnudo, como salgo, no es menester otra señal, para dar a entender que he gobernado como un ángel".

Responde don Quijote:

"Yo, Sancho, nací para vivir muriendo, y tú para vivir comiendo".

Habiendo andado como doscientos pasos, el caballero vio una gran torre y, luego, conoció que el tal edificio no era el alcázar, sino la iglesia principal del pueblo del Toboso.

Y espetó: “Con la iglesia hemos dado, amigo Sancho”.

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