“No es posible comprender un principio moral si no es desde su aplicación” (ADELA CORTINA en Ética aplicada y democracia radical)
Un episodio, en apariencia intrascendente, que ha tenido lugar en una localidad salmantina cerca de Portugal durante las celebraciones del pasado Carnaval, ha vuelto a transparentar la levedad, la hipocresía y la insignificancia moral de ciertos postureos colectivos y de algunos cargos públicos. Sucedió que tras el fallecimiento en extrañas circunstancias de un conocido participante en los encierros carnavaleros taurinos de allí, y también de la muerte de otro hombre en la localidad, en esos mismos días, en pública reyerta, la junta de portavoces del ayuntamiento acordó, por unanimidad, suspender, no los festejos de Carnaval, sino su ampliación a un día más. Según las noticias que refleja la prensa de la provincia, el mero anuncio público de esa decisión provocó tal vehemente y sonora reacción ciudadana de protesta, que “obligó” en pocos minutos a una nueva reunión de la misma junta de portavoces que, de nuevo por unanimidad, decidió dejar sin efecto la suspensión acordada minutos antes y autorizar la prolongación sin luto ni trabas del jolgorio festivo.
Al parecer, las amenazas para lograr esa “rectificación” express fueron tan explícitas, amenazantes y peligrosas, no se dice si para el orden público, la democracia, el bienestar ciudadano o la paz mundial (amenazaron, qué barbaridad, con desmontar los tablaos, qué horror; advirtieron las peñas juveniles del lugar, qué pánico, de manifestaciones callejeras de la indignada chavalería...), tales que los representantes públicos tuvieron que girar ciento ochenta grados en sus convicciones unánimes de media hora antes, ignorar el duelo y la cortesía institucional por los dos fallecidos y, raudos, volver a reunirse para hacer aquello que un rato antes les hubiese ahorrado tiempo, trabajo y bochorno: nada.
Más allá de lo chusco y ridículo que se presenta todo el episodio, una seria reflexión se impone por lo inquietante de su significado y lo que trasluce de la baratura ética y moral, tanto de las decisiones políticas unánimes como de la fuerza coercitiva del botellón. Las crónicas del acontecimiento provocarían carcajadas (ese “clamor popular” de que se habla en las notas de prensa, es una ridícula instancia de la exageración paleta que no conoce escala alguna de valores; ese amedrentamiento grotesco de los representantes públicos, y esa rectificación chantajista y modorra, es una patética forma de la negligencia política y la incapacidad de gestión), si no fuesen deprimentemente aleccionadoras de qué nos cabe esperar de las unanimidades, de la autoridad institucional y de la representación política. Serían el hazmerreír de todos si no reflejasen la palmaria demostración de la incompetencia, la torpeza, la falsedad, el fariseísmo y la impericia de los miembros de la mencionada junta de portavoces, incapaces de ejercer sus funciones, entre las que está la de mantener y hacer cumplir sus propias decisiones; negados para comprender y respetar el principio de autoridad (que no autoritarismo ni imposición). Ciertos episodios recientes en el parlamento español (votaciones repetidas, compra de votos, equivocaciones, negligencias varias...), extienden la reflexión anterior elevándola a la explicación de las razones del progresivo alejamiento ciudadano de sus representantes públicos.
Lo más grave de toda esta mala opereta del vaivén, es que refleja la naturaleza profunda, interesada, egoísta, despectiva y desdeñosa –al final, falsa-, de ciertas posturas e intereses colectivos, de la vacuidad de las masas desatadas, de las opiniones masificadas y manifestaciones de la ciudadanía (de cierta clase de ciudadanías, o de quienes se hacen pasar por sus voceros), cuando esas acciones van más allá de los cómodos y gratuitos gestos que nada cuestan, cuando trascienden las pasivas concentraciones que poco exigen, superan los emotivos silencios que salen solos tras la pancarta que nada más exige estar, ir, enseñarse. La levedad moral de ciertas conciencias colectivas, ciertas opiniones públicas y ciertos convencimientos generales, se nutre de demasiados egoísmos particulares y numerosas mezquindades privadas que, puestas en común, muestran estruendosamente la ínfima talla moral de sus integrantes que, emboscados en la masa vocinglera, son incapaces del respeto que otras veces fingen, cuando la postura, el gesto o el rechazo exige una renuncia real (a la fiesta, en nuestro caso), alguna incomodidad o el más pequeño esfuerzo.
Podría extenderse cualquier reflexión amplia sobre el suceso, al análisis de las teorías que cuestionan las éticas de la vida social, y considerar que la idea de poder público nos remite a una relación de subordinación entre gobernantes y gobernados, entre los detentadores del poder de mandar y los destinatarios del deber de obedecer. Y aunque la trascendencia de un episodio aislado de un pueblo desconocido parezca no trascender sus propios límites, la inquietante lección que extraemos es el síntoma de la quiebra que conecta la relación ética y el poder público, o la adecuación o contradicción entre las razones morales y las razones políticas o, en otras palabras, el problema de la relación entre poder y conocimiento de las normas, es decir, el problema de las manos sucias.