OPINIóN
Actualizado 21/02/2022 07:35:34
Álvaro Maguiño

Una de mis representaciones favoritas en Historia del Arte es la de los santos penitentes. Aunque en clase todavía no haya visto muchas, son suficientes para forjar una fuerte preferencia por ellas. En el contexto de la Contrarreforma, proliferaron estas maravillosas iconografías con el objetivo de mover al espectador. Enclaustrados en un marco oscuro, arrobados ante al crucifijo, meditando con calavera en mano, de “estoico dolor” y abandonando las incorruptibles riquezas a merced de un huidizo tiempo. Ya sea arrepentida Magdalena o melancólico Jerónimo, fútil y transitorio minuto sin su doliente suspiro, o atormentado Antonio Abad. Y verlos allí, en verdadera devoción, cumple su cometido.

Normalmente hago de mi espacio de trabajo un bodegón de palabras muertas, con significante, pero sin significado. Bolígrafos que se desangran en el papel cuadriculado. Acumulación indeseada de apuntes, derroche de conocimiento echado a perder y un negro reloj digital de pulsera. Calendario abigarrado y deformado de tanto ser mirado. Todo con sus claroscuros y sus escépticas visiones. Buen espacio de divagación, aunque esta naturaleza muerta más bien muestra un despliegue de vanidad. “Recuerda que has de examinarte” dicen los mensajes de texto provenientes de visiones del más allá. Y, con angustia y pecadora culpa, sostengo el aparato para limitarme a mandar un vago monosílabo y una similar advertencia. Parece una leyenda urbana. Y a seguir meditando sobre la finalidad del estudio en lo que se esfuma el sol en profana penitencia. “Muéveme el verte desperdiciando el sagrado tiempo de estudio”. Así se escapa la poca sabiduría otorgada por el sistema inapelable.

De repente te ves así, sin alcanzar la iluminación, deseoso de beber de la sabiduría y flagelado por la culpa, imitando aquella denostada vida del penitente. El sistema educativo no funciona, pero no colapsa.

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