OPINIóN
Actualizado 17/02/2022 13:06:31
Eusebio Gómez

Son muchas las personas que han buscado y buscan con fruición el rostro de Dios, su esencia, su personalidad, aún a sabiendas de que a Dios “nadie le ha visto jamás” (Jn 1,18). Y no obstante todos los que le buscamos seguimos un impulso que ya descubrió Israel cuando oraba cantando salmos a Dios como este: “Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”, tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro” (Sal 28,8).

En ese movimiento de búsqueda, ha estado siempre el imperativo emitido por aquel que habita en nuestro corazón, de buscarle para encontrarle y así poder amarle.

Sin embargo, lo que muchos desconocen es que esa búsqueda puede ser satisfecha mirando a Jesús de Nazaret. De Él escribe san Juan que ante el deseo de los apóstoles (Felipe) de que les mostrara al Padre, Jesús respondió: “Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: ¿Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, el mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras” (Jn 8,11). El texto es lo suficientemente rico y sugerente como para que cada cual entienda lo que debe ser entendido.

Así, pues, podemos ver el rostro de Dios a través del conocimiento de la manera de sentir, pensar y actuar de Jesús de Nazaret, que no es otra que la cara de la bondad y las acciones del bien.

Queremos dejar claro que en Jesús podemos acceder al conocimiento de Dios como Padre y que en las palabras y gestos y comportamientos de Jesús se nos brinda el testimonio de la bondad de Dios que es amor entregado.

Porque Jesús era caminante, hacemos hincapié en que “pasó” por su tiempo y su espacio como nosotros por el nuestro. Vivió la precariedad y la faceta huidiza del tiempo que para Él fue especialmente corta (murió en plena juventud), habida cuenta de que su vida marca la historia en grado sumo desde hace veintiún siglos. Nadie como Él ha podido hacer de la brevedad del tiempo momentos de verdad existencial.

El mismo se transformaba en creador de humanidad y entonces, su palabra, su gesto, o su confidencia abrían paso para los afortunados que le escuchaban, a un mundo nuevo, el de la familia de Dios.

Y porque Jesús personificó la bondad de Dios (era la bondad personificada), hacemos hincapié en la importancia del “hacer”; Jesús actúa, no se conforma con hablar del bien en sí, o con animar a los demás a practicarlo.

Cristo Jesús, el Señor, no ha curado meramente la enfermedad, sino que su acción abarca tanto la muerte como la vida de tal manera que ahora sabemos que la verdadera vida se encuentra en la muerte. La actividad sanadora (física, psíquica y moral) de su obrar relatada en los evangelios, expresa, ante todo, su bondad divina. Esta fue su mayor pretensión, ya que como Él mismo dijo: “Nadie es bueno sino sólo Dios” (Lc 18,19). Y tanto sus curaciones, como sus palabras y gestos eran “las buenas obras” a través de las cuales las personas podían ver al Padre y alabarle.

El día 21 de marzo, presentaré este libro: “Era bueno y pasó haciendo el bien. Palabras, gestos y acciones de Jesús”, en la iglesia de los Carmelitas de la C/ Zamora, 59.

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