Que la Iglesia católica, en nombre de Dios, ha cometido verdaderas barbaridades contra los seres humanos a lo largo de su historia, hace siglos que no es un secreto para nadie, ni siquiera para el Papa de Roma.
Dicho esto cuesta entender que sacerdotes dedicados a la docencia lleven décadas cometiendo violaciones y todo tipo de abusos sexuales contra niños y hayan tenido que ser las víctimas quienes han sacado a la luz hechos tan vergonzosos, tan salvajes, tan repugnantes que al mismísimo diablo se le revolverían las tripas al saberlo, pero ellas son las que han tenido que hablar, y si hubieran seguido guardando silencio, sus delitos quedarían impunes.
Descubiertos los hechos que dejaron tras de sí tantos menores sin infancia, traumatizados para siempre, con heridas psicológicas que no cicatrizarán nunca, y tantos padres engañados, porque sus hijos no estaban siendo educados mejor que en los colegios del Estado como ellos creían, estaban siendo manipulados para que se sintieran culpables, malos, merecedores de los “castigos” a los que tenían que someterlos para hacerlos hombres de provecho, cuesta entender que los sacerdotes como Dios manda cerraran los ojos a la realidad y se convirtieran en cómplices, porque quien calla, otorga, y si ahora no se hubieran quejado, también sus delitos quedarían impunes.
Ante los relatos de las víctimas que nos sobrecogen estos días cuesta entender que hayan tardado tantos años en unirse para denunciarlos. En otros tiempos de los que mejor no hablar, puede entenderse: los curas tenían bula del Gobierno y sus delitos no llegaban ni a pecados, todos eran santos, intachables ciudadanos, imprescindibles para conducir el rebaño por el camino adecuado. Pero eso hace más de cuatro décadas que pasó a la historia, De todos modos, como más vale tarde que nunca, debemos celebrarlo. Hacer justicia con sus agresores es imposible: los que no estén ya en el infierno, estarán a punto de emprender viaje. Pero hay que evitar que estos hechos sigan sucediendo, y si suceden, que no queden impunes. Para esto es urgente que la Iglesia, aunque solo sea porque la conducta de unos perjudica a todos sus miembros, reconozca que los clérigos no solamente son pecadores, también pueden ser violadores de niños y niñas, cómplices de sucios negocios, ladrones… y deje de tapar tan miserables conductas, y que el Gobierno, porque está obligado a proteger a los menores y a dar a los clérigos el mismo trato que al resto de los ciudadanos, deje de protegerlos y los obligue a rendir cuentas ante los tribunales aunque los obispos se pongan de uñas.
Que todavía quedan curas que amparándose en su condición de religiosos siguen cometiendo barbaridades que sonrojan a los más ateos, es un secreto a voces, y las víctimas, por el bien de todos, no pueden conformarse con que sus delitos, que no pecados, solo tengan que ser castigados en el infierno, porque su Dios, el Dios de los católicos, no puede bendecir lo que destruye a los hombres.