OPINIóN
Actualizado 05/02/2022 09:39:16
Juan Ángel Torres Rechy

Cuando una persona escribe, generalmente busca un sentido estético en su redacción. La sustancia vertida en las oraciones resulta indispensable, pues refleja el pensamiento del autor, mas no solo esa sustancia representa el mensaje, sino también la forma, el orden asignado a las palabras y las frases con el objeto de disponerlas de un modo sensible.

Muchas veces, nosotros nos sentimos atraídos por un escrito no necesariamente por su significado. Diariamente, las personas agraciadas con el don del alfabetismo desciframos un sinnúmero de textos. Empezando por los de los teléfonos móviles, y siguiendo por los de los muros de las redes sociales, sin dejar de lado los de la vida real de la calle con sus letreros para los quioscos, las panaderías y los cafés, nuestros ojos se posan en esas acumulaciones de letras para mirar cómo va la cosa. Las intenciones de los escritos recorren una gama vasta como el universo de intenciones y de voluntades. Ahí entran el engaño, la manipulación, la mala fe, la buena fe, el consejo, la transparencia, el anuncio, etc.

La escritura representa una habilidad lingüística. El revoltijo de cosas en la mente viaja como un barco o como una tabla de madera sobre los ríos de tinta de la pluma. Bamboleándose en ese vaivén común a toda vida humana, el contenido se desplaza de un lugar a otro, vale decir de los ojos del autor a los del lector, de los labios del autor a los oídos del lector, o del alma de uno a la del otro, entre otras tantas posibilidades más, por ejemplo, la de mencionar el camino del alma del escritor a un conjunto amplio de personas por medio de un lector en voz alta.

Debido a lo anterior, la poesía baja de su nube y se nos ofrece de frente al abordar el tema presente. La poesía sabe decir las cosas de la hondura del espíritu humano. Descubre un sentido nuevo para los objetos ordinarios y corrientes. La pobreza y la austeridad encuentran en ella su prenda para pasearse por los pueblos y las ciudades del mundo. La poesía, entonces, no puede quedarse al margen del oficio del escritor. Su ser engloba una suma de experiencia antigua y sabiduría siempre nueva difícil de dejar de lado si de estas cosas de escribir se trata. Cuando escucho a escritores hablar de la poesía como de algo raro e insignificante, me llevo los dedos a un brazo y me pellizco con tal de saber si se trata de un sueño o de la realidad. Si a uno la poesía no le gusta, su gusto lo degustará en otra suerte de actividad artística o de ocio, pero si a un escritor no le gusta… pues no alcanzo a entender de dónde puede sacar el modo de decir de la palabra encumbrada en lo puro, lo gratuito, lo no contaminado, lo impagable.

En la obra de teatro del miércoles 2 de febrero anunciada en mi Facebook, Variaciones Meyerhold, dirigida por el actor Enrique Vásquez Burgos, en el seno de Serpiente Emplumada Colectivo, algo de esto se puso de realce. A la palabra la acompañó la técnica de biomecánica impulsada por Vsévolod Meyerhold y la dotó de un volumen expresivo contundente. La fuerza de la representación de Roberto Enríquez lazó la palabra a los confines de los espectadores virtuales y al espacio del auditorio reducido con una intensidad incontenible. Esa obra teatral, como todos lo sabemos, no tiene su mirada puesta en el deleite de las del tipo de un Lope de Vega hechas al modo del gusto general. La puesta en escena no pretende duplicar el mundo de fuera. No resulta lo más común comprar unas palomitas o unos nachos con chile jalapeño para mirar el espectáculo y chuparse los dedos. Tal vez incluso la Coca-Cola esté de más. La improvisación emerge de las regiones del ensueño y se encarna en el artista. El volumen del espacio contiene una creación sucediendo en ese mismo instante. En el principio era el espíritu de Meyerhold flotando en la nada del silencio nerudiano a la espera de un actor inocente y único. La palabra ahí se hizo una carne rusa y un anhelo de verdad común al género humano.

La escritura no ofrece lo que dice. Lo muestra solamente. O como el agua de una fuente de esos cuentos de érase una vez… devuelve el semblante de la persona inclinada en su misterio. La escritura no se puede tocar, como tampoco se puede tocar el tiempo. La escritura carece de extensión cuantificable, como tampoco la tiene el recuerdo de una rosa. La escritura, en fin, se contiene a sí misma al modo de una esfera, y al modo de las esferas de los planetas en sus órbitas flotando en el espacio innumerable, la escritura se mueve suspendida en la página en blanco. Cuando una persona escribe, decíamos al inicio de esta columna, generalmente busca el sentido estético en su redacción. Algo así debería suceder con la persona que vive, pienso.

torres_rechy@hotmail.com

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