Habían quedado, amigos de siempre, uno de tantos domingos de aquellos años con tantos tonos grises, que podían ser una de esas películas en blanco y negro.
La ropa, como la vida, era seria, circunspecta, falta de color, invadida por eternos lutos y por cadenas no visibles que, para bien, y muchas veces para mal, conformaban la manera de relacionarse.
Aquel día, por vez primera, se habían presentado a sus respectivas novias. Cuando la conoció, un temblor le recorrió el forro del alma. Era ella una mezcla de alegría, simpatía natural, belleza… (¡Cómo era de bella!). Aquel momento se le quedó grabado en cada capilar de su sistema circulatorio para siempre, acelerando la forma de bombear su corazón de por vida. Él nunca había visto una cara tan bonita, tan limpia, tan llena de luz. Y pensó de pronto en la enorme suerte que tenía su amigo.
Desde entonces, empezó a pensar en ella. En su ausencia sólo resonaban sus palabras. Comenzó a vivir esperando un nuevo encuentro con su grupo. Cuanto más la conocía más la admiraba, más le gustaba, más se enamoraba de ella, más recordaba sus gestos, más le atraía su manera de ser, de relacionarse, de pensar en los demás, de sonreír, de hacer frente a las situaciones, de encarar las adversidades, de reírse de sus propios despistes… Su forma de caminar...
De repente, el resto de mujeres dejaron de existir, despoblaron la faz de la tierra, y sólo ella habitaba en el mundo.
Soñaba con cada encuentro, simplemente con verla moverse y sonreír, con escuchar su voz melodiosa contando cualquier anécdota ocurrida desde la última vez. Le bastaba mirar sus ojos llenos de luz. Todo era generoso alimento que le inundaba de energía.
En aquel grupo se compartieron los largos noviazgos, las bodas, los embarazos, las navidades, bautizos y comuniones. La vida, poco a poco, espaciaba sus reuniones, y él aprendió a mantenerla siempre en su mente, a imaginar su felicidad, a adivinar el paso de los años en su rostro, a esperar.
El azar ponía a veces a ambos en el instante del encuentro. Ella regalaba de nuevo su sonrisa dedicada a ese amigo siempre tan fiel, él la recibía en su interior tan perdidamente enamorado de ella como siempre, se saludaban, compartían las últimas novedades de sus familias, se reían de tanto como crecían sus hijos, y cada uno llevaba a su casa los recuerdos que el otro le había dado. Ella se lo comentaba a su marido, que tanto se alegraba. Él, en cambio, se guardaba todo dentro, cada una de sus sílabas, cada palabra, y las ensartaba con cada gesto suyo, como un rosario invisible que colgaba en su cuello, pegado a su pecho, moviéndose tembloroso al compás de su corazón, nueva savia para seguir viviendo.
Los años no pasan en balde, y la mayoría de las circunstancias cambian. Cambia lo externo, cambia la forma de relacionarse, algunos amigos faltan, otros están en residencia…
Pero… Cada tarde, él dice en casa que se va a dar su paseo, y se pone la mascarilla. Su esposa, con artrosis, le dice hasta luego y que se abrigue.
Y él encamina sus pasos ilusionados de siempre, aceras desgastadas, galopando su latido, hasta la verja, esperando ver, algún día, entre aquellos barrotes, su iluminada sonrisa, sus dulces facciones, su mirada limpia, sus elegantes gestos…