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OPINIóN
Actualizado 09/08/2014
Manuel Lamas

Se ha discutido reiteradamente, dentro del campo de la filosofía, sobre la existencia de ideas innatas. Fácilmente lo que entendemos por tales ideas, quizá sea otra forma de evolucionar que tiene la inteligencia, a través de la cual, consigue superar algunas barreras que impiden comprender determinados procesos. No hay explicaciones científicas sobre estos canales de conocimiento que, por medio de intuiciones muy profundas, superan distancias abismales, respecto a la lentitud con que se trabaja en los laboratorios de investigación.

Puede ser que, el conocimiento adquirido a través de  nuestros sentidos, madure bajo ciertas condiciones, y al producir en nosotros esa sensación de eternidad, nos lleve a la conclusión de que, esas ideas, son innatas; es decir, otorgadas con la vida, para despertar cuando adquirimos la consciencia de existir.

Nuestros sentidos son ventanas que abrimos a la realidad. Pero no a una realidad plena. La carencia de conocimiento absoluto, nos convierte en mendigos de ese saber fundamental que constantemente perseguimos. Nada nos satisface; nada nos llena. En todo momento experimentamos esa carencia de conocimiento que nos obliga a seguir buscando. Sin embargo, ni dioses, ni realidades que no puedan ser probadas científicamente, encuentran espacio en nuestros laboratorios. 

Pero, si interpretamos desde el saber científico cada movimiento natural, veremos que el ser humano no construye la evolución. Lo que hace es descubrir sus mecanismos y adaptarlos a su propia realidad. La excesiva confianza de los investigadores, por el abultado volumen de los hallazgos, les convierte, erróneamente, en promotores y dueños de lo que descubren.

La evidencia de haber superado escalones tan importantes, negados repetidamente a generaciones pasadas,  nos llena de euforia y nos hace creer superiores a todo lo creado. Lo cierto es que, formamos parte del entramando de la vida sin otras ventajas que, una  inteligencia que no sabemos utilizar. Nacemos como el resto de los seres vivos: bajo reglas estrictas y sometidos a finitud.

Así, la luz proyectada sobre las estructuras que vertebran la vida, nos permite apreciar procesos muy complejos. Hoy tenemos la suerte de observar sistemas de actuación aislados que interactúan bajo una coordinación central. Todos ellos se orientan hacia fines superiores; hacia metas desconocidas para nosotros y que forman parte del orden natural que se renueva constantemente y que tratamos de descubrir.

 Sin embargo, aunque la evolución de nuestra inteligencia permite conocer realidades cada vez más profundas, siempre estaremos limitados. Por mucho que multipliquemos nuestros esfuerzos para penetrar en mundos cada vez más complejos y desconocidos, no conseguiremos alcanzar el absoluto. Entiéndase por tal, el conocimiento de nuestro origen y el fin de nuestro destino en la tierra.

Pero, el mundo de nuestras realidades cercanas, se afianza sobre la base de encontrar explicaciones científicas a todos los procesos naturales. Ciertamente, el mundo a que me refiero está por descubrir y, el esfuerzo de los estudiosos, ha de ser una constante para profundizar, cada vez más, en ese mundo que aún escapa de la comprensión humana.

Pero no se trata de cambiar la realidad a través de nuevas ideas, sino de convertirnos en observadores inteligentes de cuanto existe. De esta forma conoceríamos mejor como funcionan esos mecanismos y podríamos emular, tales comportamientos, para aplicarlos en otras áreas de nuestra vida.

La perfección que se desprende de todos y cada uno de los procesos naturales, demuestra que nuestra aportación, como seres reducidos, no podría mejorarlos. Ciertamente, el ser inteligente que los creó, plasmó sobre ellos la eficiencia más absoluta pero, también,  limitaciones necesarias para mantener los equilibrios.

A pesar de todo, la condición perecedera del ser humano, es interpretada como una realidad que se puede superar desde la materia. Esta grave pretensión, nos sumerge en  una  realidad de verbo y barro que no podemos salvar con nuestros esfuerzos. Por mucho que nos empeñemos, somos espíritu insertado en la materia o, quizá, alma que reside temporalmente en un cuerpo perecedero.

 

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