El paisaje es, en realidad, lo que queremos ver. Vemos fuera lo que tenemos dentro. Y según nos vayan las cosas en el corazón y en el almario, así buscamos confirmación o contraste fuera de nosotros. Desde luego el Tormes sigue fluyendo hacia el Oeste, la catedral/catedrales está ahí mientras no permitamos que se caigan y las estelas de los reactores que vuelan a 33.000 pies, seguirán indicándonos si hay más o menos humedad en altura. Pero por otra parte, hurgando en mi memoria me recuerdo viendo cojos y más cojos cuando tuve que andar con muletas. Supongo que los cojos siempre han estado ahí, pero ¿por qué los veía más fácilmente entonces? Alguna vez me he sorprendido a mí mismo, preocupado como estaba por alguna persona o situación especialmente dolorosa o conflictiva, subiendo despacio, sin darme cuenta, al atardecer, hacia el otero donde se alza la ermita de mi pueblo para ensanchar la mirada y alegrarla en los tornasoles de la puesta del Sol, de singular y pacificadora belleza algunos días.
Últimamente me descubro a mí mismo, demasiadas veces, paseando con las manos a la espalda y mirando al suelo. Nada que objetar a esta forma de caminar, dignificada para siempre por nuestro Don Miguel de Unamuno y congelada en bronce en la escultura de Pablo Serrano instalada en Bordadores. Tengo para mí que Don Miguel canalizaba las endorfinas segregadas por el noble flujo del paseo a la par que compensaba, manos a la espalda, algún defectillo vertebral consecuencia de sus prolongadas horas de lectura y, sobre todo, escritura, palillero en ristre, despachando miles de cartas, amén de su obra creadora. Debían ser muy productivos esos paseos, con el alma bullendo en el pecho y la cabeza dando vueltas a los muy variados asuntos de su paisaje interior.
Pues, señor, mirando al suelo me he tropezado con la nostalgia de la Salamanca que quiso ser, empezó a ser, pero apenas logró serlo. Y es que todas partes me encuentro con tapas de saneamiento ("colacas" las llamábamos de chicos, supongo que incapaces de pronunciar aún el más técnico "cloacas") y toda serie de registros metálicos en el suelo. Hasta en mi iglesia de San Sebastián veo, en la puerta del baptisterio y en el púlpito, la marca de la Fundición de Moneo e Hijos, que intentaba repetir en hierro colado la fina obra de los ebanistas de nuestras mejores épocas. Las tapas de los diversos servicios subterráneos de la ciudad son de muy distintos estilos, más o menos funcionales y ahorrativos de material. También aparece en muchas de estas colacas la Metalúrgica del Tormes, a la que supongo heredera de los procesos industriales de la fábrica de Mirat, colaterales a la producción de ácidos sulfúrico y nítrico, destinados a ser sulfatos y nitratos para el agro salmantino. Pero las piritas de hierro y cobre que desde Riotinto en Huelva navegaban hasta Santander para traquetear después en trenes movidos por locomotoras de vapor, probablemente Strumpe, o algo así que me parecía oir pronunciar a los ferroviarios de toda la vida, que no en vano ha crecido uno entre ellos, acababan en los hornos de Mirat y no iban a salir de allí sin más, convertidas en ganga y escombro, sin dejar en el camino el hierro, el cobre, la plata y hasta el oro que contenían. Me ha parecido ver también piezas metálicas fundidas en Fundesa, en Sahagún (León) y en Aranda de Duero. Las más actuales parecen provenir de Vilanova i la Geltrú, Vic y otros lugares de Cataluña, así como de Sagunto, en Valencia.
¿Será que me he vuelto nostálgico de la unidad nacional metalúrgica? Porque mirando las colacas de esta ciudad se puede hacer la vuelta a España. Todas estas piezas metálicas me da que conviven en paz entre ellas, aunque me hubiera gustado ver más nombres de empresas salmantinas, pero aquí no hemos sido nunca independentistas e, incluso, no nos iría mal si pudiéramos borrar la frontera mental con Portugal. Tampoco hemos querido, o no hemos podido, o no nos han dejado, o no nos hemos arriesgado ni hemos manejado capital suficiente para ser creativos en la industria. Hoy me hablaron, sin embargo, de una empresa de Informática con más de cuatrocientos trabajadores en la capital y alrededores. Tal vez por ahí pudiera frenarse un tanto el éxodo, el exilio, la emigración de tantos jóvenes salmantinos que ahora se ven obligados a buscar la vida allende el Tormes.