OPINIóN
Actualizado 13/05/2018
CÁRITAS

Me llamo Valeria, soy indígena y vengo de la Comunidad de Santa Rosa, mi tierra y la de mis ancestros. Nuestra vida allí era tranquila, en consonancia con la naturaleza. Mi marido cultivaba un huerto pequeño y pescaba en el río. Era suficiente para llevar una vida sencilla.

Pero un día llegaron los grupos armados y nos amenazaron con matarnos si no les cedíamos nuestras tierras o cultivábamos para ellos. Empezaron a controlar todos los caminos y reclutaron a muchos de nuestros hijos e hijas.

Mi marido, al igual que otros muchos, hervía de rabia ante tal atropello y un día se les encaró exigiendo que dejaran a nuestra gente y a nuestras tierras en paz. A cambio recibió un balazo de uno de los paramilitares, que ni siquiera se dignó a escucharlo. Mi hija mayor iba con su padre y se abalanzó sobre el que disparó llena de rabia y dolor. El hombre se burló de ella y la amenazó con matarla también si no dejaba de molestarlo.

Los días siguientes fueron muy difíciles para nosotros. De repente me vi sola con tres hijos. Y el temor de que le pudiera pasar algo a mi hija mayor crecía cada día. Así que decidí marcharme a la ciudad. No quedaba más remedio si quería intentar salvar la vida de mi familia.

Un día cogí lo poco que teníamos y nos pusimos en camino mis hijos y yo. Muchos vecinos de la comunidad ya se habían marchado antes. El pueblito se iba quedando cada vez más vacío.

Llegamos a Mocoa, la capital del Departamento de Putumayo, tras un viaje penoso. Encontramos a personas que pedían dinero por todo. El campo con su ritmo lento y su tierra sagrada quedaba atrás. La ciudad era muy diferente. ¿De qué íbamos a vivir?? me preguntaba a cada rato.

Conseguimos una tienda de campaña por poco dinero y la pusimos en una zona donde vivía más gente como nosotros. Teníamos que mendigar para comprar un poco de comida.

A veces conseguía trabajo por unos días. Me pagaban muy poco, pero era algo. Algunas personas decían que mi hija mayor era muy bonita y que yo todavía estaba joven para ejercer la prostitución. Pero hay fronteras que había decidido no cruzar y Dios quiera que no tenga que hacerlo nunca.

Por las noches les contaba historias de la comunidad a mis hijos. Son historias que han pasado de generación en generación y que no quiero que ellos desconozcan. Vienen de un lugar y pertenecen a un grupo indígena. Seguramente irán perdiendo su identidad con el tiempo. Pero yo estoy empeñada en que no la pierdan del todo.

Por eso les cuento despacio. Mientras, hago pequeñas artesanías con mis manos. Son cosas sin importancia típicas de mi pueblo. Algunas personas las vieron y me dijeron que eran lindas y que las podía vender bien en Bogotá.

"Andar pidiendo me da vergüenza", así que nos fuimos a Bogotá, después de tres años en Mocoa, y allí vendo mis artesanías en las autopistas y por las calles. Vivo de lo que sé hacer.

Es duro vivir lejos de la tierra donde nací. Allí está la raíz de mi identidad cultural. A pesar de dejar el territorio, nunca lo abandoné del todo. Pero es verdad que ya no es lo mismo. Todos nos marchamos huyendo de la violencia. Nuestras estructuras organizativas indígenas se debilitan.

Desaparecemos poco a poco como pueblo. Pero, por eso mismo, nos toca luchar por mantenerlas donde quiera que vayamos.

Testimonio de la campaña Compartiendo el Viaje

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