Estos troncos, apilados en el suelo, alimentarán el fuego del hogar. La familia, reunida en torno a la chimenea, hablará de su tierra al amor de la lumbre. Un día más, el labrador, recordará paisajes solitarios poblados de encinas. Y, al caer la tarde, de regreso al hogar, improvisará caminos bajo sus copas.
Mientras pasa, trae a la memoria el único párrafo que recuerda de aquel bello poema de Unamuno:
"El mar de encinas"
En este mar de encinas castellano
los siglos resbalaron con sosiego
lejos de las tormentas de la historia,
lejos del sueño
que a otras tierras la vida sacudiera;
sobre este mar de encinas tiende el cielo
su paz engendradora de reposo,
su paz sin tedio.
Al anochecer, frente a la chimenea, consume los productos que la madre tierra le ofrece. Pero, el cansancio, tributo ineludible por lo que recibe, le sumerge en el más profundo de los sueños. En ese estado glorioso revive la jornada y, entre agrestes encinas, y horizontes de tormenta, se entrega al descanso.
Al calor de los troncos, convertidos en brasas, lleva tiempo dormido. Pero, una mano sobre el hombro le despierta. Se trata de la esposa; regidora imperturbable del hogar que, siempre con las mismas palabras, le dice: " Vamos, Ovidio, que mañana hay que madrugar".
Todo forma parte de un tiempo que no acaba; se trata del ciclo de la vida, en el que, unas cosas, se alimenten de otras.