OPINIóN
Actualizado 16/07/2016
José Ángel Torres Rechy

La forma de un objeto no puede dejar de ser significativa. Con una letra Calibri no se puede escribir lo mismo que con una Garamond. Ni con un ordenador lo que con el puño y la letra. Ni ―desplazando este sentido a otro territorio―, el amor virtual puede resultar el mismo que el amor de carne y hueso.

La figura de las representaciones sentimentales, emotivas y mentales cambia de persona en persona. El mundo entero de las vivencias acumuladas en el transcurso de los años la determina. Sin ser especialista en psicología, y con una literatura que se reduce a tres o cuatro entradas de Google, propongo que la mayoría no somos conscientes ni de tales figuras, pues carecemos de perspectiva para apreciarlas, ni de lo que subyace en el subconsciente y el inconsciente como nutrimento de nuestros trabajos y nuestros días. Nuestra aproximación a la realidad es en bulto.

Una imagen literaria para hablar de tal tipo de situaciones en las que el instrumento de la razón no ha hecho operaciones sobre una situación X o Y es la del bosque. El escenario poblado de árboles se encuentra en los antípodas del urbano. Si este último se caracteriza por tener como antecedente un mínimo diseño en favor de la vida en sociedad, el primero no puede identificarse por ningún tipo de orden, sino que tiene por seña el caos: es una masa que no ha sido manipulada y que no tiene número, ni peso, ni medida.

Quizá el desconocimiento de la figura de nuestro ser nos lleva a actuar por inercias, por no se sabe qué impulsos, sin enterarnos a veces de lo que hemos hecho sino hasta después. De otro lado, la incertidumbre y la aventura y el deseo de consecución de lo imposible están tatuados en nuestra genética y nunca desaparecerán. Esta suma de rasgos puede llevarse a la cima de una región más transparente en donde no existe la confusión. La tarde de ayer me lo explicó Virginia.

Caminábamos a una fiesta de Quince años. Decía que en una noche de tormenta en verano recibió la última llamada de su ex. Él no lo sabía, pero ella ya llevaba como dos meses con Z. Al teléfono, ella se limitó a decirle que no la buscara más, sin darle ninguna explicación. «En realidad ―me dijo Virginia―, no sé por qué ya no quería a mi novio. Simplemente, creo, estaba cansada. Quería mi libertad. Lo de Z. era algo puramente físico ―me parece que estas fueron sus palabras exactas―.»

Virginia no salía con nadie más desde hacía algún tiempo, porque no había aparecido ningún hombre en su camino, sin embargo, no se preocupaba. La única inquietud que la movía era la de descubrir el amor y la amistad, fuera de una relación debido a sus circunstancias. El conjunto la llevó a volcar su atención sobre su familia y sus amigos, pero también sobre sí misma. «Poco a poco conseguí poner cada cosa del pasado en su lugar ―me comentó en la fiesta de la quinceañera―. Entonces, entendí. Fue necesario el paso de algunos meses, pero también que yo me esforzara por conocer la verdad. Si antes todo era oscuro, con el amanecer lo vi bajo una luz roja y naranja, y por último el sol en todo lo alto lo iluminó. Viajé a la ciudad de mi ex para darle un abrazo, porque en la carta que le había enviado no alcanzaba a decirle todo. Tampoco una videollamada resultó suficiente. Mi aspiración no iba más allá de saludarlo y despedirme viéndolo a los ojos, para expresarle el cariño que no logré poner en palabras, pero cuando estuve frente a él, sin esperar nada, él me dijo algo que nunca hubiera esperado y que nunca olvidaré. Al día siguiente, fuimos a celebrar la Fiesta Nacional Francesa.»

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