Atentado a la democracia, a las instituciones, a la política, a las reglas del juego, al proceso electoral, a la voluntad del pueblo, en definitiva, a la convivencia, es lo que ocurrió el 6 de enero del 2021, hace un año, en el asalto al Capitolio de los Estados Unidos (EE. UU.) por unas hordas humanas enfurecidas.
Aquel ataque a la convivencia democracia se saldó con 5 muertos, más de 140 heridos, 4 horas de asalto y ocupación del lugar e institución donde reside la soberanía nacional estadounidense. Un año después, una Comisión especial investiga en la Cámara de Representantes las responsabilidades políticas y la justicia tiene imputadas a más de 700 personas de las que, hasta ahora, solo hay 71 condenados.
Entonces y ahora, cabe preguntarse ¿cómo se llegó a tal situación en un país que presume de ser la democracia más avanzada del mundo? Puede que EE. UU. no sea el que era hasta hace unos años y que los ciudadanos estadounidenses no se hayan enterado, o no quieran enterarse, de la descomposición que se está produciendo en su propio país.
En 1861 nadie esperaba ni quería la guerra civil de secesión. Quizás por eso ni siquiera las personas mejor informadas, intelectuales o más comprometidas con los EE. UU., vieron venir la guerra, aun cuando ya estaba a punto de estallar. Nadie estaba preparado para el conflicto bélico. En el Norte no tenían ni armas, cuando los Confederados (del Sur) comenzaron a bombardear Fort Sumter. Pero el conflicto estaba servido. Ahora pasa algo parecido, como no gusta lo que está pasando, nadie quiere verlo ni afrontarlo y eso puede llevarles a una situación similar.
La decadencia de los EE. UU., como país rector del mundo, comenzó hace tiempo, pero ahora ya ha llegado a sus propias entrañas. La democracia, como sistema político, está tan sumamente sobrecargada de ira, exabruptos y sin razones, que llegan a condicionar la gobernabilidad del país, incluso en los aspectos más fundamentales. Existen problemas políticos estructurales que requieren de una solución urgente.
La confianza en el Gobierno está en fuerte descenso, tanto, que algunos sheriffs locales promueven sin tapujos la desobediencia y la resistencia a la autoridad del Gobierno Federal. La consideración de las instituciones no puede estar más baja, el Congreso tiene unos índices de aprobación en torno al 20%, nada más. El sistema judicial pierde credibilidad de forma constante y entra en el terreno de la deslegitimación en algunas mentes.
Todo ello no justifica, ni mucho menos, lo acontecido el 6 de enero de 2021. El asalto al Capitolio no fue una simple llamada de atención al sistema, fue una de las primeras manifestaciones, con graves consecuencias, de la descomposición estadounidense. El golpe de estado, organizado desde dentro, pretendía desguazar la democracia. No en vano, dos días antes del asalto, los asesores del presidente, Donald Trump, establecieron centros de operaciones para coordinar una estrategia que cambiara el resultado electoral de las elecciones presidenciales, recién celebradas. No hay que olvidar, que la irrupción violenta en el Congreso pretendía evitar que los representantes del pueblo validaran y certificaran al presidente electo, Joe Biden.
Quizás el asalto fue, también, la primera batalla de una guerra moderna basada en la mentira. Otra evidencia de la descomposición del sistema estadounidense, el cual tenía a gala sancionar, fuertemente y en las urnas, las mentiras hechas en sede parlamentaria. El golpe fracasó, porque la institución de la soberanía nacional siguió adelante y prevaleció la voluntad popular expresada en las urnas, pero la guerra continúa en forma de presión de los grupos de interés en torno a la ya conocida como la “gran mentira” de Trump. Aquella por la cual él dice que le robaron las elecciones, a pesar de los repetidos recuentos de votos y denuncias rechazas por la justicia, debido a la falta de pruebas.
Que el propio presidente cuestionara las instituciones y los resultados electorales sin ningún elemento racional o prueba, causó una tremenda herida en la sociedad estadounidense. Más allá de los radicales violentos que asaltaron el Capitolio, millones de ciudadanos han perdido la fe en la democracia como consecuencia de esas mentiras descaradas, persistentes e indignas de un presidente.
La insurrección que se puso de manifiesto con el asalto al Capitolio, evidencia los peligros de la polarización. Las amenazas de muerte se han convertido en habituales para congresistas, políticos y personal relacionado con el sistema electoral. Así, más de un tercio de los trabajadores del cuerpo electoral, manifestaba sentirse inseguro tras las elecciones presidenciales del 2020. Estados Unidos ha superado muchas guerras y conflictos internos, pero nunca tuvo que enfrentarse a una crisis institucional tan grande y profunda como la que tiene en estos momentos. Aquel asalto no solo conmocionó al mundo, también dividió a la sociedad americana en dos mitades que siguen desconectadas y, aparentemente, irreconciliables.
El trumpismo continua y no sabemos si se hará realidad, cómo, ni cuándo, aquella afirmación de Trump hecha el 20 de enero de 2021 cuando en su despedida de la Casa Blanca, dando un portazo por la puerta de atrás, dijo: “Regresaremos de alguna manera”. La “gran mentira” ha echado raíces y se está embarcando en una segunda batalla. No es solo cuestión del pasado, es la posibilidad de que Trump, o alguien que ejerza sus prácticas autocráticas, pueda alcanzar la presidencia en el 2024. Alrededor de un 70% de los votantes de Trump sigue creyendo aquel bulo. El Partido Republicano tiene en sus filas personas de gran valía, alejadas de tales prácticas, tendrá que asumir su responsabilidad.
Independientemente de quien gane las próximas elecciones, ya hay en marcha una crisis de legitimidad. Teniendo en cuenta investigaciones recientes de la Universidad de Virginia en cuanto a la proyección del voto, el 30% de la población controlará el 68% del Senado para 2040. El mal reparto del Senado da ventaja a los votantes blancos. Un candidato demócrata puede ganar el voto popular por clara mayoría, pero perder las elecciones. El sistema federal imperante ya no representa, de forma fidedigna, la voluntad de los estadounidenses.
Para el propio EE. UU., pero también para todas las democracias, la lección que nos da el caso y cualquier ruptura de convivencia no puede ser más clara: el precio a pagar por la polarización política y social es muy alto y nos lleva a episodios gravísimos. La violencia política y la mentira, especialmente en las instituciones, no se pueden tolerar. Es preciso bajar los decibelios y desmontar el discurso del odio porque, el Holocausto también comenzó con palabras… Conviene no olvidarlo.
Les dejo con Nabucco
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© Francisco Aguadero Fernández, 6 de enero de 2022.