Si una máquina del tiempo permitiera a nuestros antepasados, desde aquel homínido aventurero que bajó del árbol hasta cualquiera de nuestros abuelos, contemplar el ideal de belleza actual, se llevarían las manos a la cabeza.
De siempre el aspecto fornido, rellenito, suculento, ha indicado que se disponía de comida en abundancia y de buena calidad, y eso indicaba inequívocamente que se tenían posibles, ya fuera en forma de dinero o de producción del sector primario.
En el caso de las mujeres cabría precisar, además, que una cara sonrosada y regordeta era síntoma de buena salud, mientras que unas caderas anchas delataban a la buena paridora, requisitos ambos imprescindibles para quien pretendiera perpetuar su apellido.
En resumen, si a alguien se le veían los huesos solo podía deberse a que era pobre, estaba enfermo o las dos cosas a la vez. Y nadie, nunca, ha querido estar enfermo ni ser pobre.
Supongo que los sociólogos habrán estudiado hasta el aburrimiento el fenómeno de la delgadez extrema y habrán extraído sus conclusiones, pero visto desde fuera, desde los ojos de un millón de años de historia de la humanidad, el vientre hundido entre los huesos de la cadera, la piel de los pómulos pegada a la mandíbula superior, las piernas delgadas como brazos, recuerdan sin ninguna duda a un cadáver empezando a momificarse.
La forma del cuerpo viene condicionada por la genética y su volumen solo debe estar supeditado a la salud, a partir de ahí a disfrutar de la vida y del propio cuerpo. Torturarlo a base de quirófano y de ayuno para parecerse a un determinado esteriotipo social, va contra natura. Y desde luego no tiene nada que ver con el feminismo, muy al contrario convierte a las mujeres en esclavas de la báscula y paranoicas de la cinta métrica.
Por lo demás, no sé a quién se le habrá ocurrido la idea de que parecer un alma en pena es bonito, pero a mí nadie me ha preguntado ¿y a usted?
*Isabel Allende "El Juego de Ripper"
Andrea del Sarto "Retrato de mujer" XVI, Museo del Prado