OPINIóN
Actualizado 25/12/2021 09:18:12
Ángel González Quesada

El día 15 de febrero de 2020, un mes antes del primer confinamiento en España, y cuando las alarmas por la pandemia eran todavía por aquí briznas desechables, quien esto firma publicó en este mismo medio el artículo que sigue. Repetirlo ahora, después de casi dos años, tiene, con seguridad, un doble valor.

El miedo es el mensaje

Ortega y Gasset afirmó que el hombre tiende por naturaleza a la insociabilidad. Aunque la radicalidad de esa información podría ponerse en duda, es evidente que en determinadas circunstancias los otros pueden suponer una amenaza para la autonomía personal, constituyendo un peligro tanto para la seguridad como para la libertad de cada uno. Y entonces el temor que podemos sentir ante ellos –fobia social, manía persecutoria, xenofobia, racismo... miedo- resulta estar, para nosotros, perfectamente justificado. Los crecientes casos en el mundo entero de anulación de eventos globales (competiciones deportivas, congresos tecnológicos, etc.); la alteración de índices bursátiles en toda latitud, los vaivenes de los precios de la energía, la escasez en ciertos suministros, el hundimiento de las redes de transporte internacional y la drástica bajada del turismo internacional, además de la elevación de la marginación dirigida hacia ciertos colectivos y otras alteraciones, son debidos al miedo causado por la extensión del Covid-19, antes llamado coronavirus, epidemia que está cristalizando en el aumento exponencial de un temor generalizado en las sociedades modernas (ya existente) y aireado ahora con desfachatez y temblona cobardía, amenaza con la brusca paralización de la esencia misma de la convivencia.

Para explicar la actual psicosis de amedrentamiento general que, del vértice a la base está sumiendo en (más) desconfianza, alarma y desasosiego al mundo entero, no basta que la gestión por parte de la Organización Mundial de la Salud respecto a esta enfermedad esté siendo lamentable, ni tampoco se explica por esa inveterada costumbre de todos los gobiernos del mundo (incluyendo el español) de, más allá de los datos objetivos, intentar como prioridad desactivar las alarmas (incluso mintiendo), y racionar la información pública llenándola de abstrusas generalizaciones o vaciándola de detalles para, según ellos, evitar una supuesta loca desbandada de pavor histérico de una ciudadanía a la que parecen tomar por tonta. No, no basta con eso para abonar el miedo. Hace falta un pregonero.

La principal responsabilidad del miedo colectivo, como en tantas cosas que afectan el sentimiento de los pueblos y sus niveles de fraternidad, hay que buscarla en la información, la comunicación que se cuece en ese universo de “informadores”, “educadores”, “líderes” y “orientadores” que colonizan el contenido y la extensión (y la intensidad) de lo que se transmite, se enseña, se sabe o se investiga. Un extenso negocio que necesita para su supervivencia de la creación de expectativas, de un cierto nivel de suspense en las noticias y de una ambigüedad frontalmente reñida con la objetividad y, sobre todo, con la verdad. Al servicio de esta estrategia narrativa, los medios disponen de tácticas profesionales que inevitablemente nos recuerdan la distinción cinematográfica entre el susto y el suspense. Y el virus asiático es el macguffin perfecto.

Posiblemente una información exhaustiva, veraz, comprobable y honesta desactivaría en gran medida el temor irracional que es la fuente primera de la parálisis y la cobardía. Pero como en casi todo acontecimiento de tipo global y gran incidencia social, círculos de poder mediático o político se apropian del relato y de las noticias del relato; se trata de la fuerza, importancia y poder que acumulan unos medios de comunicación cuyos intereses privados no son capaces de desnudar la información en toda su extensión, porque también (como la clase política) nos creen medio tontos o incapaces de entender lo que no hayan bañado en azúcar. La forma de informar sobre la evolución de la enfermedad, la decisión periodística de destacar unos datos sobre otros de forma sensacionalista y, como siempre, la íntima dependencia que las acciones institucionales tienen de los medios de comunicación, hacen que en sociedades mayoritariamente deseducadas o maleducadas (véanse los sesgos electorales que en la actualidad priman y los informes sobre enseñanza que nos sonrojan), el mensaje del miedo se asiente, el rechazo al otro crezca y se contagie (más que Covid-19) ese sentimiento de insociabilidad que apuntaba Ortega y, con nuestra capacidad crítica en imparable retroceso, seamos adictos al breaking news”.

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