OPINIóN
Actualizado 03/01/2022 11:16:26
Toño Blázquez

Al final de la calle Meléndez (algún día tendré que pillar el callejero del recordado Nacho Carnero, para saber quién demonios era este Meléndez, que tanta vidilla bohemia da a Salamanca). A lo que iba, al final, en el recodo, donde lucía aquella maravillosa y ya difunta Malablada, al lado de La Nave, El Bardo, ahí está El Alcaraván, el único reducto para quienes vemos una tarima y un micrófono y nos lanzamos de cabeza.

Durante mucho tiempo disfrutamos de Salva y su Savor (San Justo), pero hace ya inviernos que pasó a mejor vida.

Un lujo, tener un sitio donde aposentar nuestros desiguales talentos, donde, simplemente, la cuestión sea hablar por hablar, cada cual con la libertad que le dé el cuerpo y la mente, con el respeto por delante, antes que nada. Elena, coordinadora, lo explica muy requetebién al principio.

El que lee un poema de su primer libro autopublicado, el que sube y monologuea a su bola, con intríngulis sintácticos comprensibles o no, el chaval que va con su trompeta y nos enternece, el que canta sus canciones con la guitarra eléctrica en bandolera, la chica que, de repente, hace un escenario con dos sillas, se mete un guante en un mano, la transforma en una amorosa tortuga y nos cuenta un lindo cuento. O el abuelillo que nos relata versos picantones y luego saca un pandero cuadrado de Peñaparda y nos embelesa con ritmo de jota tres villancicos.

Los martes, sobre las 22,00 h, para los que tenemos chispas poéticas y artísticas en los cajoncitos del corazón, el Alcaraván es nuestro mejor armario, la trinchera más calentita.

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