En ocasiones, las grandes contradicciones en que sustentamos las columnas de la convivencia, toman la forma de la incongruencia y se muestran aparentemente ridículas, pero muy ilustrativas de realidades mucho más graves. Está sucediendo con un caso doméstico en la ciudad castellana de Béjar, donde su alcaldesa se debate estos días entre recuperar el reconocimiento de su legítima autoridad frente a un notable acoso político y mediático que, precisamente por ejercer esa autoridad, quiere expulsarla.
Todo se inició en Béjar, cuando hace días la alcaldesa desautorizó in situ a un grupo de policías locales que procedía a la denuncia y desalojo de un local en el que algunos jóvenes celebraban una fiesta. Al parecer, la alcaldesa ejerció su autoridad e impidió la acción que los policías se proponían realizar. Eso, siguen diciendo las hojas volanderas, desató la indignación no solo de los agentes desautorizados por su jefa, sino de las fuerzas políticas municipales opositoras a la regidora que devotas y partidarias de la autoridad policial por encima de la legitimidad política, han acusado a la bejarana corregidora de dictatorial, intimidadora, coaccionadora y otras perlas de su santo enojo. Decir de la militancia izquierdista de la alcaldesa, y derechista de los defensores de los desautorizados subordinados, es decir una obviedad.
Más allá del tufo chabacano que ese suceso destila, y superando su palurda naturaleza, se plantea de nuevo una reflexión que no por antigua ha cristalizado en solución, y que conlleva y contiene los principios de dos tipos de mentalidad, ambas grabadas como con fuego en la historia reciente de este país:
una de abstrusa sumisión a las fuerzas policiales y en general militares (armadas), que en este país, desde hace muchas décadas, y especialmente reforzada por la imposición franquista, ha sembrado en el imaginario colectivo una suerte de amedrentamiento y apocamiento generalizados frente a las fuerzas de seguridad del Estado (ejército, guardia civil, policías), que pone en cuestión lo que esas fuerzas armadas habían de ser, instrumentos de protección, seguridad, garantía, tutela y amparo, tanto de los derechos de ciudadanía como de los mismos ciudadanos;
otra, de un evidente comportamiento chulesco, despectivo y autoritario por parte de no pocos integrantes de esos mismos cuerpos armados, que confunde el necesario principio de autoridad policial con la caprichosa imposición o una suerte de (falsa) superioridad moral y social que ejercen muchos de los miembros de esas fuerzas armadas en su relación con una sociedad que, en demasiadas ocasiones, percibe que los uniformados no están de su parte.
Esta misma semana, con el apoyo directo del fascismo español y el aplauso de los partidos más reaccionarios, varios colectivos policiales se están manifestando en defensa tanto de sus reivindicaciones económicas como de la pervivencia y aplicación de cierta legislación que en teoría les protege ("Ley Mordaza"), pero que ha sido y es utilizada tanto para la coacción y prohibición del ejercicio y control de ciertos derechos democráticos de los ciudadanos (reunión, manifestación, expresión), como para proteger la impunidad, la ausencia de responsabilidad y un cierto e incontrolado libre albedrío en el ejercicio de las labores policiales, eximiéndolas de responder a las exigencias, responsabilidades, leyes y normas de un estado que se llama democrático.
La historia de este país está trufada de amenazas, chantajes y extorsiones realizados por algunos cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, que han condicionado la forma de desarrollo (y paralización) de nuestra convivencia. Algunos intentos de reestructuración democrática de los cuerpos armados por parte de las fuerzas políticas legítimamente elegidas (desmilitarización de la Guardia Civil y reducción y racionalización del Ejército, estatutos de la Policía Nacional y estructura de las policías locales y autonómicas...), han fracasado o han sido gravemente desvirtuados por una equivocada autoconcepción del papel que esas fuerzas desempeñan como auxiliares del desarrollo social, y una no menos incomprensible sumisión política a las exigencias de quienes no son más que funcionarios públicos.
El hecho de que sigan siendo los partidos más retrógrados y autoritarios quienes apoyen y alienten hoy las manifestaciones policiales que buscan la pervivencia de la legislación más obstaculizadora para los derechos de las personas, además del descrédito a la política que esos mismos políticos contribuyen a alimentar, despoja de valor y fuerza a las tal vez legítimas reivindicaciones salariales de los "agentes de la autoridad" y a su indudable profesionalidad en otros muchos aspectos, pero refleja claramente la pervivencia del sesgo despótico, arbitrario, opresor y caciquil que desprenden tanto esos corifeos del "orden" como demasiados uniformados. El caso de la alcaldesa de Béjar no es más que un pálido reflejo del gigantesco problema que, si queremos seguir respetándonos como ciudadanos, es preciso resolver.