Las necesidades no producen el consumo, el consumo es el que produce las necesidades. JEAN BAUDRILLARD En el capitalismo del consumo se venden significados y emociones. No el valor del uso, sino el valor emotivo o de culto es constitutivo de la
Estoy escribiendo esta entrada al blog, cuando estamos a punto del pistoletazo de salida de la mayor fiesta del consumo: el Black Friday. Fiesta que continuará el lunes con el Ciber Monday, toda una orgía consumista de esta nueva era del capitalismo que continuará en las navidades. Además, este año nos amenazan con una crisis global de abastecimiento de productos con lo que el adelanto de las compras navideñas está acelerando ese hiperconsumismo ya enquistado en nuestras sociedades. Eso sí, todo ello acompañado por una carrera de luces navideñas (un mes antes de navidad), en un momento que la luz está por las nubes, en un eterno debate si este despilfarro superfluo es un derroche o una inversión comercial. Este año se nos presenta como la navidad más luminosa de la historia.
Parece que el consumo es el summun bonun, lo más singular a seguir, el fin último de la vida. Nuestras sociedades encuentran equilibrio monopolizando todos los sentidos de lo social, representado en los grandes centros comerciales, las nuevas catedrales donde santificar la nueva religión de nuestro tiempo que promete la felicidad inmediata. Un consumidor insaciable, pero siempre insatisfecho, ya que en su mente y corazón todo ha perdido sentido. El consumismo agujerea grandes áreas de nuestra conciencia existencial, perdiendo la libertad de elegir y de decidir en un mundo que todo es emocional creando atmósferas repetitivas de volver a comprar.
Con el advenimiento de la modernidad líquida, la sociedad de productores es transformada en una sociedad de consumidores, y la característica más prominente es su capacidad de transformar a los consumidores en productos consumibles (Z. Bauman). El que no consume no existe, ya que el individuo tiene una promesa de felicidad, pero en realidad le deja insatisfecho permanentemente, ya que cada promesa consumista es engañosa o si queremos, en palabras de Bauman, es una esperanza de plenitud frustrada. Es necesario que la búsqueda de la satisfacción por parte del consumidor no cese y que sea un engranaje siempre en movimiento, y, así asegurar el circuito comercial: de la fábrica al comercio y al consumidor, en una continua frustración de deseos.
En esta sociedad consumista, se desvanecen los límites entre el espacio y el tiempo, hoy se comercializan no solo objetos, también experiencias (G. Lipovetsky). El pensador define al individuo como un turboconsumidor, un consumidor desatado, flexible, sin ataduras profundas, voluble y gustos fluctuantes, siempre al acecho de experiencias emocionales y de mayor bienestar, de una mayor calidad de vida y sobre todo, de inmediatez. Este homo consumidor, organiza toda su vida social e individual en función de la lógica del consumo.
Como estamos observando, el consumo es mucho más que la práctica necesaria en la cadena económica, es un modelo que explica: ¿qué somos y cómo nos relacionamos? El consumo es una relación no solo con los objetos, también con la sociedad y el mundo, y sobre el que se funda todo nuestro sistema cultural (Baudrillard). La conexión entre el individuo y la sociedad se evidencia en el consumo de emociones, forman parte de la construcción de nuestra identidad cambiante, múltiple y social, pero también funcionan como un mecanismo de control colectivo.
El consumo, no solo aliena al ser humano, sino que lo transforma en un hombre aislado, autoexplotado dando lugar a un individuo hiperconsumista, angustiado, donde las relaciones con otros son suplantadas por las múltiples conexiones virtuales que no producen un encuentro (Byung-Chul Han). Una sociedad que nos promete felicidad y ocio, pero el trabajo se ha convertido en un fin en sí mismo absoluto, el poco tiempo sobrante se llena con superficialidades y vivencias fugaces. El animal laborans solo conoce pausas para el consumo, que poco a poco lo reduce a un fuerte idiotismo existencial.
Para esta "sociedad opulenta y satisfecha", necesitamos una ética de consumo que pueda hacer consciente al individuo su realidad y refuerce su libertad. Un consumo justo es aquel donde solo se consuma en la medida que no dañe al individuo, a las sociedades y al medio ambiente. Para un consumo justo y prudente, el individuo necesita asesoramiento sobre el consumo, sobre la calidad del producto, el precio justo, sobre las consecuencias para el individuo y el medio.
Como comenta Adela Cortina, se necesitan plataformas políticas o civiles, cercanas al consumidor que promocionen un "consumo justo", alentando la sostenibilidad social y medioambiental. Pero también, deberíamos añadir, que es necesario otras alternativas al consumo y al despilfarro, como un consumo solidario, bancos de tiempo y banca ética, economías del "bien común", huertos populares vinculados a comedores sociales, bancos de alimentos para los más necesitados, una ética del cuidado y la acogida a tantos excluidos.
A las puertas del Adviento, sabemos que la felicidad no se compra ni se consume, no busquemos mercados del alma para calmar nuestra conciencia, también producen la melancolía de la satisfacción. Miremos las bienaventuranzas, centro y "carta magna" del ser cristiano, que ponen todos esos parámetros y criterios consumistas cabeza abajo, desenmascarando las experiencias parciales e insuficientes de felicidad. La felicidad es un auténtico regalo de Dios. La generan los pobres, los pacíficos, los limpios de corazón o los que trabajan por la paz, acontece en ellos porque tienen a Dios como centro de su vida y son saciados por él. La verdadera felicidad la encuentran las personas que no se dejan atrapar por las cosas, necesarias pero insuficientes. Tal vez, la felicidad se encuentra en muchas cosas cotidianas, muy pequeñas, pero que son como tesoros escondidos: aprender de nuevo a mirar, escuchar, saborear con hondura los encuentros de las personas, amar con hondura, cultivar la amistad, la necesidad de silencio, pisar la naturaleza, asombrarse con la belleza o abrirnos a la esperanza.