OPINIóN
Actualizado 17/11/2021
Manuel Alcántara

Acomodar la mirada a las rutinas que ofrece el entorno es algo muy usual. No percibir los matices de lo que me rodea es un hábito desastroso del que siempre digo que me arrepiento, pero que no consigo dejar de lado. Vivo enfrascado en un mundo en el que en mi cosmovisión impera la brocha gorda, las generalizaciones abstractas, la constante producción de taxonomías para entender mejor las cosas y, quizá, luego explicarlas. La grandilocuencia se hace dueña del discurso y el relato está preñado de grandes formas que pretenden hacer más plausible la comprensión. Solo a veces los detalles tienen importancia; los aspectos minúsculos de la existencia cobran relevancia de tarde en tarde cuando se agotan los argumentos enquistados en pura pedantería.

Hay personas que insisten en la importancia del contexto, subrayan que toda situación viene definida por unos límites y por un momento en el tiempo que ha seguido a otros que quedaron atrás. También resaltan componentes nimios que otra gente considera banales o incluso espurios. Su minuciosidad, dicen sus antagonistas, es desesperante y, lo que es peor, estéril. "Paja", denuncian no sin cierta acritud. No obstante, hay que celebrar su pulcritud, la excelencia que supone introducir gamas variopintas en el análisis, en fin, la capacidad a la hora de adoptar una posición en la que la descripción se mueve por vericuetos inusuales y las conclusiones, si es que las hay, enfilan posiciones originales. Entonces lo prolijo configura un cuadro insólito cuya riqueza antes de su interpretación estaba oculta.

Habituado a mirar desde el ventanal el paisaje, mis ojos se acostumbran a ciertas gradaciones de verde de los árboles que lo jalonan y al azul del cielo moteado por las nubes huidizas. En la calle es parecido pues la presencia de los edificios, del mobiliario urbano, del tráfico, definen una tramoya en cierta medida constante. Los rostros de las personas, sus ademanes, la ropa colorida, los animales de compañía matizan la vida social. Sin embargo, hoy, de sopetón, pienso que algo ha cambiado y que un minúsculo componente da una forma distinta a todo este medio que me rodea.

Sin darme cuenta del proceso, el panorama se ha transformado. Las hojas que permanecían ocultas en una masa con apenas suaves tonalidades a mi vista dan vida a un nuevo escenario. Irónicamente, en el final de su ciclo generan un cuadro vivo de insólita belleza que se repite año tras año y que solo mi adocenamiento olvida. Se trata de la reivindicación de la individualidad. Es la proyección en el lienzo que insospechadamente ha surgido, de la capacidad de amarillearse en tiempos secuenciados y con tonos de matices diferentes. Su actitud soberana cayendo secuencialmente, tapizando el suelo y dejando desnudos a unos árboles que tiritan ateridos. Las hojas evocan lo efímero, constituyen el contexto a veces monótono que durante meses se ignora, la trama compleja de la vida, pero, sobretodo, al caer dulcemente, sin hacer ruido, siempre me recuerdan a Yves Montand dando sentido a su muerte.

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