El quiosco de la señora Rosa y el patio trasero del pintor don Andrés Abraido del Rey
Centro neurálgico de la actividad infantil?y no solo infantil, del barrio era el quiosco de la señora Rosa (o kiosco, que ambas formas pueden encontrarse en el diccionario de la RAE). Unos iban a buscar golosinas, chicles Cheiw o raíces de regaliz, que a mí no me apasionaban. Algo de eso compraba yo, pero poco, que el presupuesto, que diga "la paga" era escaso y yo prefería invertirlo en cambiar tebeos, sobre todo de Hazañas Bélicas, y algunas novelas del Oeste, que solían estar bien escritas, cosa que no ocurre con algunos letreros oficiales actuales, plagados de faltas de Ortografía, causadas seguramente por una excesiva confianza en el corrector automático del ordenador.
Algún escrito informativo turístico me llamó la atención recientemente por una falta gorda de Ortografía, de esas de "b" o "v" ya en la primera línea. Con harta paciencia continué leyendo unas quince líneas más hasta que no pude seguir, porque se me terminó el folio en el que anotaba los errores. Puesto al habla con los responsables me dijeron con mucha humildad: ¿podría Vd, indicarnos las faltas que ha encontrado? No, porque prácticamente son todas, le contesté. Al final me hicieron caso y cambiaron totalmente el texto.
Cuando crecimos un poco más, digamos que con doce o trece años, algunos compañeros de juegos compraban cigarrillos de anís que se fumaban a escondidas; alguno probé pero no me gustó, pues yo era amigo de "emociones más fuertes". Recuerdo una "excursión" que hicimos con el Colegio al final del curso de Ingreso de Bachillerato ?nueve añitos tenía yo- a Aldealengua. El corto viaje en tren fue para mí una fiesta en la ida, no tanto en la vuelta, pues antes de salir nos habíamos puesto de acuerdo entre cuatro para comprar un paquete de tabaco negro, "Peninsulares" concretamente, sin filtro; a la hora de merendar nos retiramos un poco y nos fumamos cada uno cuatro o cinco cigarrillos; yo me mareé, pero hubo dos que cayeron desmayados al suelo, con el consiguiente susto, aunque ya se habían recuperado medianamente a la hora de tomar el tren de vuelta, con la cara pálida y sudores fríos.
No volví a fumar hasta los quince años, ya en la adolescencia, donde había que demostrar la hombría, pero esa demostración se limitaba a ir al quiosco de la Sra. Rosa y comprarnos cada uno un cigarrillo de Chesterfield y fumárnoslo en cualquier rincón del barrio. La Sra. Rosa nos dejaba hacer y guardaba secreto profesional sin decirle nada a nuestros padres, pero yo creo que no se chivaba porque sabía que con un solo cigarrillo a la semana no llegaba la sangre al río.
Yo cambiaba en el quiosco solo tebeos de Hazañas Bélicas, porque tenía un amigo que tenía una colección completa de El Capitán Trueno, El Jabato, Mortadelo y Filemón y otros títulos que ya no recuerdo. Este privilegiado amigo, Rafael, era sobrino del gran pintor Andrés Abraido del Rey, aunque yo no sabía que era un gran pintor, parece que todavía no del todo reconocido, pero sí que me gustaban los cuadros que adornaban toda la casa; me gustaban, pero no sabía por qué ni nadie me lo explicó. ^Pues, señor, las muchas tardes que íbamos a su casa, sobre todo durante el buen tiempo, solíamos pasarlas en una habitación que daba al patio trasero donde cuatro compañeros se pasaban las horas muertas jugando a las cartas, mientras yo me devoraba colecciones completas de tebeos. Mi sobrino Juan diría que eran "comics", que le apasionan y tiene muchísimos, pero no, no eran comics, eran tebeos.
Hay un recuerdo que emerge nítidamente en mi memoria, pero creo que es un poco posterior, aunque no descarto que provenga ya de mis catorce o quince años. Me refiero a la escucha semiclandestina, en la radio de válvulas Frandcis, que se fabricaba exclusivamente para la Guardia Civil, de dos emisoras que nos traían alguna información de la situación política de España, censurada totalmente en la prensa y radio oficiales: Radio Paris y Radio Pirenaica. Cuatro objetos presidían la sala de estar de mi casa: la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, que todavía conservo; el mueble de la radio, con sus teclas y sus botones, desgraciadamente desaparecida y sustituida por varias radios de transistores y, más tarde, por el aparato de TV en color que pude comprarles a mis padres con mi primer sueldo de maestro; el reloj de pared regalo de bodas de mis abuelos a mis padres, cuya maquinaria Junghans llevó mi padre a reparar a un relojero de cuyo nombre no quiero acordarme, porque se la quedó con la excusa de que no tenía arreglo y nos endilgó una maquinaria electrónica insulsa, impidiéndonos la posibilidad de darle cuerda y cuidarlo; por último, una máquina de coser Alfa, que imagino era copia de la alemana Singer, y a la que mi madre sacó buen rendimiento. Andando el tiempo, la Singer de mi abuela Amparo pasó a mi propiedad cuando heredamos la casa familiar en Malva, de mis abuelos maternos, Gregorio, alias Gregorín, de la saga de "los gallegos" y Amparo Mateos, familia directa de la actual hematóloga Mariví Mateos, investigadora del mieloma múltiple de fama mundial.
En fin, acabo de darme cuenta de que he cerrado el bucle del tiempo, uniendo en una cabriola el pasado y el presente?Cosas de la memoria personal, necesariamente subjetiva, manque complementaria de otras memorias.