OPINIóN
Actualizado 03/11/2021
Manuel Alcántara

En política es bien sabido que el formato presidencialista de gobierno está muy ligado a altas dosis de personalización del poder. De esta manera, es determinante la personalidad de quien ostenta la presidencia, la forma en que se comporta, el modo en que se comunica con la gente, la manera en que toma las decisiones y el nivel de responsabilidad de sus acciones. Para que no se convierta en un autócrata hay instituciones que contrapesan su poder, como ocurre con el Poder Legislativo y el Judicial, así como otras instancias de la sociedad. Aquí, los medios de comunicación, las organizaciones empresariales y sindicales y otras en que se proyectan las inquietudes de distintos grupos tienen mucho que decir.

En ese tipo de regímenes el nivel de identificación del poder con una persona llega a ser tal que inevitablemente los juicios generales sobre la situación política se centran en su quehacer. Esto es aun más significativo cuando se acerca el proceso electoral que, en su caso, puede dirimir que continúe o no en el poder por un mandato más. En ese contexto y en conjunción con otros hay sobre todo tres indicadores que cobran un peso determinante a la hora de definir las preferencias del electorado.

En primer lugar, se encuentra la forma en que el presidente es percibido como alguien que cumple su palabra empeñada. Circunstancia que se relaciona con las promesas electorales realizadas a diferentes colectivos o de manera más individual. En segundo término, hay que tener en cuenta cómo es percibido por los demás, lo cual incluye tanto a su manera de hablar como a su lenguaje corporal, sin dejar de lado el uso compulsivo, y en mayor o menor medida sofisticado, de las redes sociales. Por último, y habida cuenta de la centralización del poder que conlleva esa forma de gobierno, hay que valorar la relación con sus más próximos y el mantenimiento de patrones de lealtad y de empatía con su equipo.

Donald Trump, que perdió las elecciones hace ahora un año, ha sido buen objeto de estudio por su comportamiento atrabiliario y su verborrea incontinente que, no obstante, recordemos, contaba con un apoyo importante del electorado estadounidense, aunque dicho sea de paso nunca mayoritario en lo que al voto popular se refiere. Su caso de demagogo de libro produce no pocas enseñanzas.

Las universidades son microsistemas políticos donde se registran comportamientos similares dada la presidencialización de su gobernanza. Aunque el ejercicio del poder tiene menos cortapisas que en la política no dejan de encontrarse similitudes clamorosas como las descritas, concatenadas con las figuras de sus rectores. El personalismo todo lo invade y desgraciadamente es frecuente que los rectores incumplan sus promesas electorales, fulminen a miembros relevantes de su equipo de gobierno sin dar explicaciones y hagan de su actuación un show permanente con exhibición de ejercicios físicos y el espurio uso de las redes. Elegidos algunos sin respaldo mayoritario del profesorado confían la reelección en vanos ejercicios de propaganda que tapen lo anterior.

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