OPINIóN
Actualizado 23/10/2021
Tomás González Blázquez

Hacía mucho que no sabía de ellos pero el domingo pasado comprobé que siguen existiendo y, por lo que vi, generando trabajo a los fisioterapeutas, porque tanto movimiento de cuello, tanto cabeceo complaciente, tanto desgañitarse en el aplauso, tanto fervor de retaguardia llevada al primer plano en funciones de figurante, por fuerza tiene que desgastar los músculos del que asiente sin parar.

Los he vuelto a ver en el cuadragésimo congreso federal del PSOE, así que estaban de viaje en Valencia, o a lo mejor ejerciendo de anfitriones para sus compañeros de siglas. Por supuesto, detrás de su amado líder, en este caso el Presidente del Gobierno Pedro Sánchez, destacado allí en el papel de secretario general. O sea, en su verdadera salsa, porque bien es sabido que la gran mayoría de los gobernantes españoles donde se saben mover, donde se han demostrado hábiles en algo y capacitados para esa tarea, es en los ambientes de partido. Ninguna ley les exige especiales aptitudes para acceder a los altos cargos de gobierno, ya sea nacional, autonómico, provincial, insular, municipal, o cualquiera de la larga retahíla de puestos de trabajo que les ofrece, excesivamente dadivosa, la hipertrofiada y multiplicada administración pública española.

Sánchez oficiaba su ceremonia propagandística "ad televisionem", es decir, "de espaldas al pueblo", al suyo fiel, para que le viéramos desde el sofá los del otro pueblo, el real, el votante que no militante, los que simplemente elegimos cada cuatro años en el menú que se nos oferta. Un menú cerrado, con pocos o ningún plato realmente apetecible, y en el que terminamos escogiendo, sin ningún entusiasmo, lo que nos parece menos indigesto. Entusiasmo, verdadero o impostado, posiblemente interesado, era el que parecían mostrar los del asentimiento continuo detrás de su atril. "Avanzamos", afirmaba poco creíble, y asentían. "Hay que parar a la ultraderecha", alertaba fatuo, y asentían. "Somos la socialdemocracia", se redefinía por enésima vez, y volvían a asentir. Y a la señal, cuando engolaba la voz, cuando enfatizaba las sílabas, la previsible ovación, en el rito ensayado durante décadas. Campaña electoral tras campaña electoral, incluso con sus entrenamientos en las primarias. Congreso tras congreso y convención tras convención. El rito de los convencidos, de los que aspiran a hacer carrera en un partido, de los que son los más felices del mundo poniéndose detrás de un político al que tienen como modelo al que imitar: trepar en un partido, colocarse bien en las listas, crear una imagen, colarse como un plato de los menos asquerosos del menú. O si no llegan a tanto, por lo menos ganarse un hueco durante un tiempo, por ejemplo asesorando sobre lo que no conocen, o haciendo masa y bulto en las redes sociales, o embarrando la contienda política ante los adversarios de otro partido, que más o menos funcionará de la misma triste manera.

Cuando asienten, y vuelven a asentir, y terminan aplaudiendo, profundizan en esa brecha que no se cubre entre la política que necesitamos, un servicio vocacional desde diferentes postulados ideológicos que habrán de buscar el bien común en un sano debate democrático, y la política que tenemos, que no rinde cuentas ante nosotros, los millones de votantes, sino ante los pocos miles de militantes, particularmente acostumbrados a asentir detrás del líder. Así no puede extrañarnos que el poder ejecutivo, sea cual sea su signo aunque el actual Consejo de Ministros de un modo todavía más notable, esquive siempre que pueda el control parlamentario. Tampoco, que los partidos se abalancen sobre los órganos judiciales o sobre el supuestamente autónomo Tribunal Constitucional. Que tertulianos y columnistas den forma escrita y oral, mejor pagada, a ese asentimiento cervical mitinero. Que las formas de participación y transformación social ajenas a los partidos sean vistas con recelo si logran mantenerse libres de sus garras poderosas. Que a cualquier alegato contra la partitocracia, como quiere ser éste, pronto se le etiquete de antidemócrata. Porque para ellos la democracia consiste en arrinconar el pensamiento crítico dentro de los partidos hasta sacarlo fuera, y promocionar el asentimiento cómplice, esa artificiosa respuesta que dan los suyos a las palabras del líder, aferrado a un atril donde la verdad no importa.

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