OPINIóN
Actualizado 23/10/2021
Juan Ángel Torres Rechy

Poco a poco, fui dejando de preocuparme por cosas que antes me preocupaban. De manera gradual, fui aprendiendo a valorar mi presente de un modo distinto, soltando cosas que antes llevaba en las manos, o cogiendo otras nuevas, pero siempre al aire de quien se sabe en un camino cierto adonde todavía no se descubre con claridad adónde llegará. Ligero, quiero decir. Simple.

Nuestra voz proviene ya de la razón, ya del corazón, según se van presentando las situaciones en que actuamos. El instrumento musical de nuestro cuerpo interpreta una música viniendo de otro lugar donde una parte de nosotros mora en un cuadrante más bien cercano a la eternidad y algo alejado del paso del siglo. Desde ese centro del universo nos comunicamos.

Es tanto el arte, tanta la ciencia, tanto todo eso al otro lado de la pared, que no perdemos mucho si simplemente nos sentamos en una posición cómoda y abrimos un libro y nos dejamos ir en ese cauce de sus aguas impresas en el instante en blanco. Y con nosotros los accidentes todos del tiempo y el espacio en esa sustancia inapreciable de las letras rutilantes. Leer así sin más.

Leer así sin más el libro de la vida asimismo. Para rompernos la cabeza en las piedras gigantes del teatro del mundo. Para reírnos de nosotros mismos reflejados en los otros. Para descubrirnos en el silencio de la lectura como lo que somos muchas veces, unos títeres de nuestras pasiones, de la envidia seduciéndonos al oído, de la ira atizando el fuego de la cueva de nuestro corazón, de la pereza que nos llama a tirarnos de bruces en su vacío sin nada. Para vernos como caballeros en vestidos de gente sencilla aventándole pedazos de pan a las palomas. Para encontrarnos bajo el manto de una afabilidad sencilla abierta a la escucha y a la palabra del mundo.

Pero todo eso requiere esfuerzo. No resulta fácil. Se lleva sus horas de codos hincados en el escritorio, de pasos andados por aquí y por allá, de renuncias. Limpiar el corazón se lleva su tiempo y cuesta la crítica y el señalamiento de los otros. Mas eso resulta necesario para leer. Para comprender el sentido de lo escrito. Leer implica un acto activo, surgiendo del acto pasivo de la contemplación de la imagen representada por el sentido de la palabra. Para un autor, encontrar a su lector nadando en las corrientes de su curso intelectual le vale el precio más elevado de su oficio.

Yo aspiro a ser un artesano de la palabra. Deseo moldearla al cuidado de mis manos cansadas en el torno del espacio. La palabra tiene un peso, un número, una medida, como lo han señalado todos los escritores eruditos de todos los tiempos. La palabra tiene su cuerpo como el de una dama. Tiene su figura y sus prendas ajustadas a la medida de la expresión de lo invaluable. Surge del idioma como surge el rostro del amado en la fuente de san Juan de la Cruz. La recibimos como don divino en el primer día de nuestros años en la tierra, cuando las cosas, como en un sueño, no tenían aún un perímetro exacto. Y la métrica, la medida del verso, la horma del enunciado de las entrañas o el alma, el endecasílabo? El oro?

La Casa de las Conchas me recibe
en esa su historia en la piedra
y el arte del oro. Yo la miro
de abajo arriba y la reconozco
exacta en el volumen de su sueño.
Yo la pienso, aquí en mi distancia
de kilómetros, lejos, mas la siento
tocando con su nombre mi silencio
de lector recostado en su memoria.

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Salamanca, ciudad en mi presente,
en mi puño agotado por la vida
que pasa y se detiene en su historia
escrita en el oro de su claustro.
Es tanta la edad de su misterio,
tanta la calidad de su anhelo,
la inmensidad del cielo de su altura
azul en el poema de una mano.
Son tantas las personas que la piensan
aun sin conocerla cuando miran
las hojas de otoño en sus ciudades.


La palabra. La imagen sostenida en un sonido noble y austero.

Juan Angel Torres Rechy
23 de octubre de 2021
Xalapa, Veracruz, México
torres_rechy@hotmail.com

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