OPINIóN
Actualizado 25/09/2021
Juan Ángel Torres Rechy

A mí no me ha sido dado hasta ahora crear una biblioteca. El número de los volúmenes adquiridos o recibidos como presentes sí alcanza una cifra modesta, pero no lo considero suficiente para atribuirle a ese conjunto de libros el nombre de biblioteca. Probablemente, si los conservara guardando un orden mínimo en su disposición en las estanterías, con una distribución siguiendo categorías sencillas como ensayo, teatro, novela, cuento, libros académicos, etc., sí podría hablar de una biblioteca, mas como se va echando de ver no los tengo así.

Mis pocos libros los tengo mezclados con los libros de mis padres. Mi padre ha cultivado ese gusto por la adquisición de libros desde hace algunas décadas. Algunos se encuentran rotulados con su firma. Ese gusto por los exlibris se remonta a los tiempos de la secundaria ?que yo sepa?, pues veo sus tomos para la clase de español, de matemáticas, de química, rubricados en tinta de bolígrafo. Por mi parte, desde una edad temprana abrigo una inclinación por esos objetos de papel. Se produjeron escenas varias donde pude alcanzar un vislumbre de la magia escondida.

Los libros como una práctica letraherida del día a día no tuvieron su lugar por aquellos años de mi infancia. Se mantuvieron, caprichosos, más o menos lejos de mi alcance. Estaban en las estanterías de los libreros, unos más abajo y otros más arriba, unos más a la izquierda y otros más a la derecha, no muy distantes los más retirados, si bien sí probablemente de un peso superior a mis fuerzas infantiles. Yo los veía distantes. Me gustaban cuando callaban porque estaban como ausentes, y los escuchaba desde lejos y su voz no me tocaba. Pero sí en mi silencio, como un amor, iban imprimiendo un sello inapreciable en ese entonces y el día de hoy un poco más visible.

La magia de esos libros podría expresarla por medio de un ejemplo. La lectura en voz alta de mis padres para mí. Yo soy una de esas personas afortunadas para quienes tener a madre y padre en casa representa la normalidad. El cielo me dio esa estrella de un modo inmerecido y que apenas intento pagar con mis recursos modestos. Dos de esos libros infantiles los tengo a mi lado en este momento. Se publicaron con sus casetes para volverlos más cercanos a las capacidades de los niños, pero yo prefería escucharlos en voz de mis padres. La experiencia física de su compañía y abrigo se entrecruzaba como una enredadera con el hilo de las aventuras de un niño viajando de un mundo a otro para reparar un entuerto y devolvernos a todos nosotros la calma y el sosiego. La voz de mis padres en esas ocasiones dejaba ver una luz distinta a la de la puerta del patio y la ventana. Nacía una claridad nueva y una pureza no conocida todavía.

En este momento, ese par de libros los puse junto con otros de literatura infantil. Pero antes no era de ese modo. El día de ayer se veían a un lado de los poemas de Homero y de libros de pintura. El orden de mis libros, como lo puse de relieve al inicio de la columna, no era tal. Su disposición en el hogar respondía a una costumbre de colocarlos donde la intuición, o el descuido, lo dictaba. Existía una memoria del lugar de cada tomo, sufrida en muchas ocasiones cuando resultaba imposible dar con uno, debido a haberlo cogido y dejado en otro lugar sin haber reparado en ello. Esas búsquedas del volumen extraviado representaban contratiempos y rompederos de cabeza que unidos a otras causas me trajeron a este punto de comenzar a establecer un criterio más claro y sencillo en relación con el lugar designado para ellos.

En este punto de nuestro escrito me encuentro todavía lejos de llegar adonde apunto con el título La biblioteca despierta. En esa frase, se contiene otro tipo de magia similar a la descrita renglones arriba. Cuando una biblioteca se pone en orden habla con una voz clara y distinta. Parece que los ojos se le hubieran abierto y parece que un beso recordara su boca. Siguiendo con nuestra reescritura del poema del autor de Los versos del capitán, podríamos decir aún como todas las cosas encuentran en ella su alma, de ella emergen renacidas, llenas de su alma recuperada. De esto hablaremos el sábado siguiente.

Por último, con el permiso de mi cansado y exigido lector, agregaré un apunte más, acaso el más importante. Días atrás, le hice la promesa a unos de mis estudiantes de publicar una columna sobre el valor del trabajo en equipo, sobre el éxito más visible en algunos de ellos debido, sin embargo, a la cooperación de todo el grupo como un sistema vivo donde las partes se corresponden entre sí y nada se encuentra separado del conjunto. Las uvas de alimentan de la tierra y la tierra se embellece por ellas. Los pájaros se sostienen en el aire y el aire nos presume su soplo con esos pájaros animados en su ser. Mis estudiantes, de tal modo, me dan vida a mí, así como yo intento darles vida y no muerte a ellos. Con la gracia de nuestros medios, digitales en buena medida hoy por hoy, nos damos espaldarazos y nos reconocemos como miembros de una institución sosteniendo nuestros sueños y nuestras realidades con su nombre cincelado en el este de China, Soochow University.

Juan Angel Torres Rechy
Xalapa, Veracruz, México
25 de septiembre de 2021
torres_rechy@hotmail.com

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