Hay que ser tonto, o muy poco aficionado, poco respetuoso con el que se juega la vida abajo
Ocho toros y el tonto de las ocho, que a lo mejor eran las ocho y cuarto. Porque hay que ser tonto para que cuando un torero, en este caso Emilio de Justo, se está perfilando para irse con el alma detrás de una espada al octavo de la tarde -sí, ocho han sido los de Montalvo que han salido al ruedo de La Glorieta-, gritar a pleno pulmón "Viva el Rey!" y quedarse tan ancho, encantado, como quien viene de recoger un premio por hacer la gracia de la tarde.
Hay que ser tonto, o muy poco aficionado, poco respetuoso con el que se juega la vida abajo, en la arena, para romper ese silencio denso, que casi se corta con un cuchillo, que precede a la suerte de matar. A mí, que soy de ritos y de formas, que tanto admiro a los que se ponen delante, se me paraliza el corazón en ese instante, se me acaban las palabras. Apenas unos segundos que separan la vida de la muerte, ser o no ser, merecen ese silencio reverente que arropa, sostiene, el alma de quién está dispuesto a dar la vida.
Cierto es que la tarde necesitaba más aliciente (sobre el papel los tenía todos, por la terna y por el ganado); o que a las ocho lejos quedaba ya la emoción de "Instructor", que abría plaza y después de mansear, barbear las tablas buscando salida y dos conatos de saltar al callejón, rompió en la muleta de Antonio Ferrera con calidad y fijeza, haciendo el avión metido en las telas aunque el faraón quedó empequeñecido por los aceros. Todo seguía entonces a favor de una tarde acorde a las expectativas, a los sueños.
Tarde de detalles y faenas intermitentes, de toros que manseaban en los primeros tercios y quedaban inéditos en el capote. Sólo el quinto, de imponente estampa, permitió estirarse a Urdiales en bellos lances a la verónica y después en un precioso quite por chicuelinas. Y protagonizó después una cadenciosa y templada serie de inicio que avivó los tendidos, y otra después en redondo, de gusto y clasicismo, antes de venirse muy a menos, sin apenas fuerza ni ritmo, y quedar en agua de borrajas.
Toros muy reservones, mirones, en banderillas, que han hecho pasar las de Caín a los de plata, convirtiendo a veces el ruedo en una ciudad sin ley, en un huerto de banderillas a granel.
Toros hermosísimos de estampa, impecables de presentación, con kilos y trapío; algunos como esos novios guapos que te prometen la luna pero luego salen un poco cabrones y te hacen una desgraciada. No eran precisamente para idilios el segundo de Ferrera, muy complicado y que desarrolló mucho peligro, imposible por ambos pitones. Hay quien dice que el extremeño se desentendió del tema, pero yo vi en el ruedo a un marrajo con el que el torero quiso abreviar. El sainete que vino después con la espada es otro cantar.
Para idilios tampoco era el primero de Urdiales, de embestida seca y un tanto descoordinada, que siempre se defendió por el derecho y no regaló nada por el izquierdo, deslucido, sin ritmo ni continuidad.
Y aún así, en la tarde de los ocho toros -el sexto inexplicablemente devuelto por manso y el sexto bis, un toraco, al partise un pitón-, Emilio de Justo hizo el paseíllo sin montera y logró abrir la puerta grande después de sumar dos orejas, una de su primero, que llevó al caballo con garbosos delantales. Después embistió con alegría, obedeciendo, y lo toreó con toque suave y sutil en una faena con gusto y torería que fue a más rubricada con una espada incontestable.
Con el que cerraba plaza se impuso en una faena de poder, voluntad y dominio, con mando y aplomo, logrando ligadas series en redondo y mano baja y naturales limpios, con una estocada en todo lo alto que empañó el puntillero levantando el toro hasta escuchar los dos avisos.
Era el octavo de ocho. Y ahí, en torno a las ocho de la tarde, más a las ocho y media, en la frontera entre la vida y la muerte, en el momento que separa la gloria de la tragedia, un tonto gritó "Viva el Rey!".