OPINIóN
Actualizado 25/08/2021
Manuel Alcántara

Una dimensión instrumental frecuente del reconocimiento tiene forma colectiva. El desarrollo del derecho internacional muestra cuanto los estados requerían de él para que su existencia fuera efectiva. La paz de Westfalia constituyó un hito en ese proceso. Algo similar ocurre en otros niveles referidos a grupos originados por distintos motivos como su quehacer laboral, compartir una afición o un estilo de vida; tener una misma creencia religiosa o militar políticamente. Todos pueden estar articulados por pautas institucionales escritas o ser resultado de prácticas informales. En cualquier caso, lo que resulta relevante es el pegamento que mantiene estable la unión. Su carácter para lograr garantizar el éxito del propósito es fundamental, pero la argamasa que une a quienes se cobijan bajo un determinado régimen político tiene poco que ver con la que concita a aquellas personas que practican un deporte.

El éxito de la integración en un propósito común es una garantía del futuro del colectivo frente a los avatares que rigen la coexistencia con otros. El resto tiende a dar su reconocimiento a quienes su existencia es firme. Sin embargo, hay tres consideraciones que vale la pena valorar por constituir sendas limitaciones. La primera tiene que ver con la definición de la identidad que equilibra cuestiones emocionales con otras racionales. Un ciudadano de un país lo es con independencia de que lo ame o lo denueste, mientras que alguien vinculado con una iglesia lo es por un acto de fe. La segunda se refiere a la intensidad del sentido de pertenencia que lleva a asumir que hay personas cuyo grado de compromiso es diferente. Las afiliadas a un partido político no son igual que sus votantes. La tercera concierne al hecho de que las identidades que articulan la adscripción a distintos grupos son múltiples y en esa multiplicidad puede haber vetos inquebrantables por parte de algunos: hay quienes dicen que son catalanes y españoles a la vez, y quienes repudian esa posibilidad.

Pero todo ello ha sufrido una enorme dislocación debido a la revolución digital y a sus efectos de cambio exponencial en la vida de la mayoría. No solo se trata del peso de la hiperconectividad y de la hiperestimulación que roban la atención de la gente y cambian su vida de maneras muy variadas, hay además una evidencia de que se es reconocido por lo que parece. De hecho, las redes animan a experimentar con el muestrario de identidades posibles y, realizada la selección, a observar cómo reaccionan los demás. Las personas, algunas de las cuales se escudan en el anonimato o en una imagen falsa, presentan distintas identidades y cultivan las que les confieren una sensación de mayor reconocimiento. Se da entonces una sutil estrategia de demanda de reconocimiento a la carta. Esta circunstancia en los grupos es más difícil porque el arte de la simulación colectiva cuesta lograrlo, aunque es cierto que la historia enseña que existen procesos de encantamiento social que embelesan a las multitudes arreboladas por el supremacismo.

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