"Las palabras de verdad y en verdad no se quedan sin más, se encienden y se apagan, se hacen polvo y luego aparecen intactas". MARÍA ZAMBRANO, 'Lo escrito', en Claros de bosque, 1977.
Relacionado con el irresoluble conflicto político en los Balcanes, se reaviva estos días el antiguo debate que, imbricado en las exigencias de la libertad de expresión, afecta directamente al ejercicio de esa misma libertad y, consecuentemente, a las leyes que la protegen y los países que las aprueban. Se repite en Bosnia-Herzegovina un debate que ya se produjo en Alemania, en Israel y otros países, referido a la posibilidad de contemplar como delito la negación de un acontecimiento histórico, en este caso, el llamado genocidio de Srebrenica (el asesinato de unas 8.000 personas por las tropas serbias en julio de 1995).
La paradoja de que en países donde se defienden y potencian las libertades (entre ellas la de expresión) se contemple coartar el ejercicio de esa misma libertad para negar un acontecimiento, es una contradicción difícil de aceptar y que implica cuestiones de tipo ético y moralidad pública que convendría revisar, porque esas mutilaciones en la libertad de expresión se producen también en sentido contrario en otros países, donde se considera delito justamente lo contrario: aceptar públicamente como verdadero determinado hecho histórico considerado falso por la historia oficial.
A través de los siglos, el concepto de verdad (principalmente de verdad histórica) ha sido sometido a toda clase de restricciones, silenciamientos e imposiciones que van desde el más burdo de prohibir la negación de un hecho dado por válido y cierto por las instancias decisorias político-judiciales, como condenar la afirmación de lo que esas mismas instancias consideran falsedad. Incluso, en esa continuada manipulación, que baraja, confunde y mezcla conceptos como verosimilitud, creencia, evidencia, veracidad o certeza, la reescritura de la historia se somete continuamente al interés, ideología o utilidad para facciones de todo tipo (políticas, económicas, nacionales) que no encuentran mejor argumento para hacer valer su opinión que la prohibición de la contraria.
Que la escalofriante matanza de Srebrenica, investigada y condenada por tribunales internacionales, haya tenido sin duda lugar, y que el mundo civilizado y la mentalidad democrática y la moral humana y humanitaria la condenen sin paliativos, debería ser argumento suficiente de autoridad y evidencia histórica, que deberían bastar para desautorizar cualquier voz que quisiera negarla. Que la pavorosa realidad del Holocausto, es decir, el asesinato de millones de personas en los campos de exterminio nazis en la Europa del siglo XX esté constatado, probado, documentado, juzgado y condenado por la moralidad humana en cualquier parte del mundo, tendría que tener tanto peso en el razonamiento histórico, que a su lado su negación se convirtiese en tan insignificante como las voces que lo pronuncian.
Sin embargo, la infección de interés político, la codicia, el odio y el miedo, que desgraciadamente han condenado a la Historia a los meandros de la interpretación interesada y la falsificación, hacen que los parlamentos, los gobiernos, los jueces y demasiados ciudadanos, desconfíen de la fuerza de la verdad, sobre todo cuando los testigos desaparecen, y busquen protegerla con prohibiciones, transmitirla sin obstáculos y grabarla en los frontispicios de lo irrefutable. O también, que diseñando una verdad incontestable se elimine el cuestionamiento no tanto del hecho histórico en sí mismo, sino de algunas circunstancias capitales que lo propiciaron, ocultaron, favorecieron o provocaron en su tiempo, y cuyas responsabilidades, tal vez, salpicasen o ensuciasen a quienes hoy lo empaquetan como incontestable.
El daño que la falacia, la mentira o el ocultamiento público pueden hacer al conocimiento de la Historia, será siempre mucho menor que la fuerza de la razón, la prueba irrefutable, el razonamiento crítico o la transparencia con que la verdad debe imponerse. Cualquier verdad que pretenda imponerse sirviéndose de la prohibición de su cuestionamiento, indudablemente se debilita. La verdad debe defenderse por sí misma, con su propia fuerza. Defenderla prohibiendo su negación es alimentar la duda. Y ahí ganan siempre los charlatanes.