Me voy a Hervás y cometo la imprudencia de no reservar un cuarto por internet. Voy a varios alojamientos de los que oí hablar pero nadie responde en ellos, solo tienen un metal con unos números, tienes que marcar un código para entrar. Lo de llamar y hablar con alguien, preguntar cuánto cobran, ver la habitación, desear suerte a la tía de ese alguien, ya ni se plantea. Todo está cerrado a cal y canto, y mudo, y sin rostro.
Me parece curioso que precisamente cuando quieres ir a un pueblo pequeño, acercarte al encanto de la naturaleza, escuchar el rumor del río, te encuentras con el máximo del automatismo y la despersonalización. Es la aridez infinita que ha llegado a todas partes, el milagroso progreso. Y encima alguien te mira con conmiseración en el autobús si pones en duda las bondades de internet. Hemos llegado aquí. Incluso los pueblos se han vuelto mudos y sordos.
Me voy a Puebla de Sanabria, llamo a un alojamiento que por fuera es aparente. La habitación es de diseño árido y frío, hay unas plantas pero abstraídas y manoseadas, el clásico minimalismo que hasta te corta las manos combinado con toques tacaños de naturaleza. Y sales y la mujer (un milagro que aparezca) te dice que al volver no llames, que marques un código en el dichoso aparato, porque no quiere verte la jeta. Eres un huésped pero no quiere hablar contigo, solo quiere que pagues y molestes lo menos posible. Y dejes sitio enseguida a otro ente para aumentar el balance. Esto es el progreso técnico y es lo que quieren hacer con el campo. El próximo día valdrá una visita virtual en lugar de recorrer el lago de Sanabria. Seamos modernos y que viva lo que nos mata. Menos mal que al día siguiente todavía encontré un restaurante de verdad con comida de verdad y no una uva catatónica en el fondo de un plato galáctico.
ANTONIO COSTA GÓMEZ, ESCRITOR