OPINIóN
Actualizado 17/07/2021
Tomás González Blázquez

He perdido la costumbre de enviar postales a la familia desde las vacaciones, aunque al menos he comprado alguna para que mi hijo pueda empezar a cartearse con sus amigos del colegio este verano. Con seis o siete años a veces ya aprovechan el whatsapp de los padres para algún saludo, pero suerte tienen de conservar ese medio de comunicación más reposado, incluso ceremonioso, aún detenido en los detalles.

Intentaré suplirlo con una estampa desde la orilla del mar, donde los castillos moldeados por las manos duran los siglos que transcurren entre dos pleamares, que ni tiempo tienen los juglares de aprender cantares de gesta para ensalzar las hazañas de los señores y entretener las miserias de los siervos. Castillos sin puente levadizo sobre el foso, sin princesa prisionera de amores, sin tesoro oculto en la cámara secreta.

En la orilla del mar, la rutina y las prisas se detienen y se agachan un rato para excavar, porque no hay mejor lección de humildad que ofrecer el trabajo a los embates de las olas que cada vez se acaban más cerca. Cubo, pala y rastrillo son la trilogía de toda una revolución industrial congelada en el tiempo auténtico de la infancia, congregada y resumida en una orilla del mar por la que tantos sueñan, temen, arriesgan, luchan, respiran... hasta por última vez.

Una orilla del mar que es cementerio y campo de batalla, fiesta y partido, carrera y verbena, banquete y paseo, familia y pandilla, beso y caricia, silencio y bullicio, inmensidad y oración. Una orilla donde la arena se cuela, escurridiza y húmeda, por entre los dedos de los pies, por debajo de las uñas de las manos, en cada pliegue corporal. Una orilla imprecisa, un límite que escapa en cada milésima de segundo al rigor de la cartografía, un lugar hasta el que nadar y donde vivir.

Vivir aquí, en la orilla del mar, con sus castillos tan de tierra afuera que desafían a esas olas terminando su camino, y en cuyas torres del homenaje ondean las coloridas banderas de un reino que nos invita a dejarnos recrear y que nos reconcilia con nuestro barro original, que nos vuelve niños y es así como se nos abren sus puertas.

Matasellada en la Playa de Canet de Berenguer. Verano 2021.

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