OPINIóN
Actualizado 04/05/2021
Francisco Delgado

El miércoles de la semana pasada se conmemoró el día del ruido. Curiosa conmemoración, pensé, sin saber más del asunto. Más tarde me enteré de que la conmemoración se titulaba "Día internacional de concienciación sobre el ruido" (y sus negativas consecuencias) se sobreentendía. Menos mal que no era un día festivo dedicado al ensordecedor ruido que se ha apoderado de muchas de nuestras ciudades, de nuestros barrios, de calles céntricas llenas de coches, discotecas, y tugurios nocturnos.

En televisión alguien explicaba que lo bonito era escuchar algunos "ruidos", como el de la lluvia en esos raros días de abril en los que llueve, el canto de algún pájaro que aún se puede oír, el sonido del viento. Yo, para no liarme, prefiero distinguir entre ruido y sonidos: dejo el ruido para aquello audible, generalmente molesto, cuyo origen no podemos identificar y los sonidos para aquello a lo que se refería el presentador de televisión: sonidos precisos que surgen en un fondo de silencio, que en general no molestan y muchas veces nos agradan.

En España últimamente la palabra ruido se ha convertido a marchas forzadas en sinónimo o metáfora de gritos, declaraciones ostentosas o denunciadoras de las "maldades" de los partidos enemigos. Hay tanto ruido en los actuales monólogos políticos que excepto el que grita o habla, nadie se entera de lo que ha dicho; ni muchos periodistas.

Hoy martes los madrileños irán a votar con los oídos embotados por tanto ruido sufrido durante la campaña y sin apenas haberse enterado de qué harían unos y otros si el azar les elige para gobernar Madrid por dos años.

Prefiero los sonidos. En tiempos de paz todos los sonidos son pacíficos, nos sacan de nuestra cerrazón individual. Y no digamos los sonidos musicales; nos hacen bailar, o soñar, o cantar, o admirar la belleza de una melodía, de un instrumento, de una voz.

Las palabras se sitúan entre dos abismos, entre el abismo del ruido carente de dirección y el abismo del silencio vacío de comunicación. Entre ambos, leo por ejemplo el último capítulo de "El jardín de Emerson" de Landero y me encuentro con un espeso y bello bosque de palabras que definen el país y la historia de este país en el que vivimos; el fuego del hogar, el frío invierno, las chispas, Miguel, Lope, la vieja acurrucada, la muerte viajera?se transforman como en un milagro en imágenes que te penetran, en realidades que descubres en ese momento y golpean el entumecimiento por tanto ruido amenazador.

Como los ruidos que Chejov mete en sus cuentos, en medio del páramo, en una fábrica, en una tensa fiesta familiar, en la cuerda de un violín que salta por los aires. El ruido es el anuncio de lo trágico, de la soledad.

¡Ojalá mañana solo se escuchen en Madrid vítores, música, canciones, fiesta! Y también el silencio digno de los perdedores; pues sin él, no podríamos escuchar la alegría de los vencedores.

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