OPINIóN
Actualizado 28/04/2021
Manuel Alcántara

Hay títulos insuperables que, además, enuncian trabajos magníficos. Pascal Bruckner, que es todavía hoy a sus 72 años uno de los últimos resistentes de la Ilustración frente a lo que denomina los oscurantismos del siglo XXI, los escribe y los rotula impecablemente. Cuando hace un cuarto de siglo publicó su ensayo posiblemente no era consciente de lo que se estaba avecinando. Él reivindicaba el dicho de Albert Camus de que nombrar mal a las cosas contribuía a la desgracia del mundo para después centrarse en el papel de los medios y constatar, por ejemplo, que en un ambiente dominado por la cita permanente del dolor este terminaba desapareciendo.

Así, el imperio de los relatos superfluos y centrados en proclamas interesadas llevaba a la banalización de los contenidos. El autor francés se fijaba en el victimismo y en sus consecuencias por las que la victimización como sistema conducía a una conclusión que reafirmaba con convicción: ser una víctima no implicaba tener siempre razón. Pero los relatos terminaron encajándose sin discusión gracias al triunfo del yo por el cual cada persona tenía el suyo para cada acontecimiento, las verdades alternativas se impusieron. Además, resultó que en un breve lapso y de manera exponencial se podían compartir con el resto del mundo sintiéndose ingenuamente parte de un empeño global.

En esa dirección y para adecuarse al espíritu de los tiempos hace cinco años que el diccionario de Oxford adoptó el término posverdad y al año siguiente la RAE la definió como la distorsión deliberada de una realidad que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales. En un artículo reciente, Capurro y Schneider, sostuvieron que la vida humana se basa en la credibilidad en los mensajeros que diseminan mensajes y cuyo sentido depende del pre-conocimiento de quienes los reciben. No es que antes se viviera en la era de la verdad y que ahora se estuviera en la de la mentira. La diferencia, según ambos autores, es que hoy se vive en una sociedad en la que se ha masificado el poder de diseminar mensajes y declararlos verdaderos gracias a la interacción que ofrece la red digital.

En resumidas cuentas, todo ello significa vivir en la era de la posverdad en la que estamos anclados donde, y ahora retomo a Bruckner, la atracción de la inocencia llega a su más alto grado de paroxismo. Se trata tanto de la angelical predisposición que cada uno parece estar ungido para sostener cualquier juicio sobre algo que desconoce o que no es de su incumbencia o, lo que es todavía peor, el manejo grupal de sentimientos identitarios prístinos animados por el mero deseo. Por lo primero, la ciencia queda ninguneada y el conocimiento vituperado ante la experiencia individual y la pura ocurrencia; por lo segundo, el impulso colectivo al definir quienes somos se enseñorea del marco en el que nos movemos. Una tentación irreprimible que alcanza el fruto de la seducción merecida.

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