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CULTURA
Actualizado 23/04/2021
Redacción

Cercana a su grandilocuencia, la Hospedería de Anaya es la joya diminuta de la dama neoclásica

Se alza de puntillas, neoclásica en sus graníticas, infinitas columnas sobre la escalera, la mole señorial del Palacio de Anaya, el antiguo Colegio Mayor de San Bartolomé que se rehiciera tras el terremoto de Lisboa que tanto daño hizo a la ciudad del Tormes. Una ciudad de salvaje francesada que acabó con parte del patrimonio y que al menos, nos consuela con el espacio vacío, pleno de jardín y estudiante de letras, de la Plaza que lleva el mismo nombre que el Palacio. Diáfano mirador de la grandeza de la nave catedralicia donde las agujas de piedra se coronan de cigüeñas, el Palacio de Anaya es un monumento a la piedra sólida, a la historia de su páginas de muros que se adorna con la exquisita parroquia de San Esteban, delicada y rotunda y con la geometría modesta, de hierro de sus ventanas y piedra dorada, de la Hospedería que levantaran en 1715 Joaquín de Churriguera Y Panteón de Portón.

Cercana a su grandilocuencia, la Hospedería de Anaya es la joya diminuta de la dama neoclásica. Es barroca en el escudo de su entrada junto a la escalera, es renacentista en su claustro delicado terminado a medias, de ángeles sonrientes y delicadas columnas. La suya es la geometría del aula, la calidez de la piedra, la página revisada antes de entrar en los Departamentos de Lenguas Modernas que llenan sus muros seculares de libros y mesas donde se traducen las lenguas románicas. Hospedería es el rincón recoleto de los estudios antiguos de una Filosofía y Letras plenas de estudiantes que se sentaban en los claustros soleados, en las escaleras amables, en los asientos horadados por los grandes nombres. Y Amador Martín, atento al presente en su mirada que todo lo recorre, recuerda entre los muros historiados a los estudiantes más pobres que servían a los ricos y ocupaban estas paredes ahora revocadas de blanco y rematadas de angelotes renacentistas, traviesos querubines de la piedra estudiantil. Es el signo de los tiempos, el paso de los alumnos que permanecen entre sus muros años en los que habitan espacios de la docencia que se vuelven casa, refugio donde dejar el animal de carga que te acompañó en el viaje en los bajos de la Hospedería, en las amables caballerizas de ladrillo visto a las que descendemos por una estrecha escalera entre clase y clase de caña y vino en las mañanas, café en las tardes de estudio en la biblioteca.

La universidad que se ha quedado en el corazón de la ciudad tenía en las Caballerizas de Anaya el corazón de asueto, el rincón secreto, la amable promiscuidad de profesores, alumnos y estudiantes extranjeros. Y eran las Caballerizas redacciones improvisadas de revistas universitarias, lugar de encuentro para el goce, el descanso, la clase abandonada, las horas deliciosamente muertas entre sus bóvedas sólidas, su ladrillo de estantería sin libros, su calidez? y qué más cálido que te recuerden por tu nombre cuando ya no eres la estudiante de grado ni de doctorado, y sientas de nuevo la familiaridad de la barra de madera donde inclinarte como si estuvieras en tu casa, en la cercanía del gusto por el rencuentro? Tiene la hostelería salmantina en gentes como Antonio su cátedra de la alegría, su doctorado de charla y de memoria. La memoria que, desde los paneles de la entrada, nos recuerda el paso memorable de los ilustres que recalaron en las antiguas Caballerizas, espacio escondido de la calle pequeña frente al teatro que dirigiera Martín Recuerda ¿Quién no ha atravesado su entrada de cueva sin sentir que regresa a la Salmantina docet de gaudeamus igitur, de estudiante despreocupado, de tuno a deshoras? Y al otro lado de la barra, Antonio, siempre presto a la charla, al saludo, a la atención, nos devuelve a un tiempo en el que la casa era la plaza y sus dependencias de páginas y la cocina, cálida y acogedora, este espacio que lo fuera de pajas y pesebres para las bestias del Colegio Mayor de los Bartolos.

Cuántas tertulias en los asientos de madera y cuero curvados por un tiempo que ha dejado su huella en la memoria de Antonio y en las paredes cubiertas de recortes. Cuántas gentes, cuántos sabios conciliábulos de ilustres escritores, recordados lingüistas, visitantes excelsos. Al abrigo de los muros de ladrillo rojo, espesos como el tiempo que nos cobija, este rincón hurtado a la historia es también historia viva de una Universidad que sabe vivir entre la tradición y la modernidad respetando el jardín de los recuerdos, la legendaria memoria de los que fuimos y de los que seremos. Y recalamos de nuevo en Caballerizas con tozudez feliz, codo a codo con aquellos que ahora estudian con el ordenador bajo el brazo ahí donde nosotros cargábamos con los apuntes de lingüística románica o de historia de la lengua? café entre las clases de Julio Borrego o Eugenio de Bustos, mientras en Hospedería los pasos de Luis Cortés aún resonaban con reverencia. Era el tiempo de las licenciaturas de cinco años, las prisas, las horas perdidas en los cafés y las bibliotecas. Era el tiempo de disfrutar de una moratoria en la responsabilidad de la vida, un tiempo de columnas a medio rematar en la Hospedería de las lenguas vivas, ahí, al lado de la Anaya poderosa de la mejor tradición románica de nuestra Universidad eterna. Un tiempo que evocamos con nostalgia feliz cuando, al abrigo de la barra, de la charla de Antonio, de su sonrisa de bienvenida, recuperamos el gusto por acercarnos a Caballerizas. Ese lugar amable donde recala el fotógrafo para recordarnos el placer de lo eterno mientras compartimos un vino y una charla tras recorrer el claustro silenciado del renacimiento, solitaria geometría de columna y escalera. Y sobre nuestras cabezas, más allá de la protectora bóveda de ladrillo, la filología como una inmensa biblioteca enfrente de la catedral, nave infinita, porque la grandeza también precisa de la modestia, del rincón dedicado a quien nos lleva, nos apacienta?

José Amador Martín, Charo Alonso.

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