Vivir la vida sin complicársela a los demás dejando de lado las maquinaciones e intrigas tan típicas del mundo universitario. Gozar de una existencia libre fuera de clanes, militancia, jerarquías y escuelas que dictaban lo que había que hacer y cómo había que posicionarse en tantos asuntos. Desempeñar un trabajo serio y honesto llevando bien preparadas las clases e impartiéndolas cuando tocaba del primer al último minuto sin escaqueo alguno. Ser curioso llegando a estar al día del más mínimo detalle de un suceso a la par que de la última publicación acerca de su interpretación teórica. Rechazar la pura subjetividad y abordar las cuestiones desde ángulos diferentes estando abierto siempre a la crítica. Sumar acidez e ironía a los avatares de la vida confrontando a tirios y a troyanos. Saber. Todo ello, y especialmente en la primera mitad de su vida como docente, era muy difícil en aquella Universidad gris por muchas circunstancias y, sin embargo, Tomás lo hizo cada día y sembró la semilla.
Tomás, un catalán de Valls que se afincó por medio siglo en el barrio madrileño del Batán y que en los veranos pateaba el mundo, cumplió 84 años el pasado 22 de febrero. Fue profesor de la Complutense, universidad en la que entre 1954 y 1959 hizo su licenciatura en Ciencias Políticas, desde 1968 hasta su jubilación, y publicó tres excelentes libros y numerosos artículos de divulgación y de opinión. Una hechura intelectual bien armada y con resultados óptimos previa a los tiempos de los índices de impacto y de otras urgencias. África como conflicto (1968, Editorial Cuadernos para el Diálogo), su tesis doctoral que presentó en la Complutense tras una estancia de cinco años en el Trinity College de Dublin, La política internacional como política de poder (1979, Labor Universitaria), uno de los raros trabajos sobre relaciones internacionales en un país tan carente entonces de ellos, y su obra magna centrada en uno de sus grandes polos de atención, Balance crítico de dos siglos de Iberoamérica, XIX y XX (2001, Ediciones Libertarias).
Tomás fue mi maestro, como lo fue de tanta otra gente. Como estudiante suyo lo fui en 1975 del último curso de licenciatura, Historia de Hispanoamérica, y el año siguiente del seminario de doctorado La Segunda Guerra Mundial, así como en otra clase en el Instituto de Estudios Políticos, diplomado al que me animó a matricularme, pero sin duda lo fui más vitalmente en la distancia que él imponía y que yo no hice nunca por quebrar, algo de lo que ahora, cuando no hay remedio, me arrepiento. Tomás, peatón empedernido, era epítome de extravagancia, desaliño en el vestir, bonhomía e independencia. Algo que le hacía ser una figura diferente en el campus, pero también en su barrio. Su piso, un maravilloso balcón sobre la Casa de Campo, era un galimatías de libros por doquier y, entonces, de recortes de prensa variopinta que tapizaban los rincones más insospechados. Tomás murió solo, como vivió, como siempre quiso.