Ella lleva una cazadora camel y un pantalón de antelina a juego. El día amenazaba lluvia pero, por suerte, al final no pasa de nublado. Llega a la fila y pregunta cómo es el sistema, si hay que esperar o te van llamando. Da las gracias. Decide, entonces, revisar algunos mensajes mientras tanto.
Cuando acaba, mira hacia el aparcamiento. No para de llegar gente, y pronto deja de ser la última.
Observa a las personas que la preceden. Sus formas de vestir, sus gestos cansados?
De pronto, se fija en el señor que mira el móvil. Apenas puede ver su pantalla desde donde está, así que da dos pasos hacia la izquierda para cambiar el ángulo, y van apareciendo imágenes de paisajes coloridos que atraen su atención. También hay algún retrato. Él apaga el móvil, pensativo, y se lo guarda en el bolsillo.
Aquella fila no se mueve. A ella sus tacones le empiezan a avisar del tiempo que lleva de pie. Bueno, también le suena, como una alarma, el aburrimiento. Se sienta en un poyete seis pasos más allá y siente alivio a ambos males. Sus pies se lo agradecen y está más entretenida desde esta nueva perspectiva.
Al rato, él se sienta en un hueco que queda justo al lado. De pronto le pregunta con voz tan grave como amable:
-¿Fuma?
-No, nunca he fumado.
-Yo lo dejé hace veinte años y no he vuelto. La verdad es que me alegro, pero a la vez es una pena, ¡ahora no puedo empezar una conversación compartiendo un cigarrillo!
Ambos se ríen, y comienzan a charlar. Él le cuenta que vive a unos kilómetros, porque al volver de Berlín quería tranquilidad y un porche en el que leer y pintar al aire libre. Cada día es más sensible al olor de las pinturas, y ese sitio le permite continuar su actividad.
Sigue diciendo que ahora está pendiente de una exposición en Madrid y, como es tan obsesivo, no hace más que repasar una y otra vez, con la vista, los cuadros que ha seleccionado. Parece que nunca estoy seguro, comenta.
Ella le entiende. Realiza pequeñas esculturas de arcilla; le gusta mucho captar la expresión de las personas, y moldea la misma idea una y otra vez hasta que cree que lo ha conseguido. Cuando las lleva a su tienda, las cambia constantemente de lugar hasta que queda conforme con la colocación.
En un instante se ponen en pie porque la fila parece que se mueve deprisa y no quieren perder su lugar.
A ella le encanta pasear por la ciudad, por eso vive en un piso en el que habilitó un espacio, en una terraza. Tiene un horno especial para poder cocer las piezas.
Mientras van recorriendo unos metros, según avanza la fila, ponen en común aficiones y coincidencias, libros o autores que les gustan?
De pronto aparecen ante una mesa. A ella le toca la 9, a él la 12.
Por la tarde se llaman por teléfono. Él le dice, sentado en un sillón del porche, que tiene el brazo un poco inflamado alrededor del pinchazo y hoy prefiere no pintar. Ella le cuenta, mirando los tejados desde su terraza, que acaba de tomarse una medicina porque tiene algunas décimas. Se ríen, deseándose pronta mejoría, bromeando sobre lo jóvenes que todavía son y lo bien que tienen el sistema inmune. Mientras la escucha, él, lapicero en mano, sigue sombreando su retrato al compás de su voz.