OPINIóN
Actualizado 24/03/2021
Sagrario Rollán

Echar la vista atrás, miradas de insatisfacción, escepticismo, desconsuelo...

Echar la vista atrás y considerar el camino recorrido, pero, ¿qué camino? me diréis, si llevamos un año en standby, primero encerrados, después perimetrados, luego aislados, fiestas y celebraciones prohibidas. No salvamos la navidad ni la semana santa, ni el turismo de las playas. Esto dura demasiado, un año de mascarillas y mascaradas, de atontamiento y miedo, una especie de pantalla invisible de suspicacias y derrotas cubre nuestro rostro, crece la desconfianza, el cansancio. Pero ¿no íbamos a ser todos mejores? ¿Os acordáis de aquellos cuentos que corrían hace una año por whatsapp, que nos infantilizaban un poco, de semillitas acogotadas en lo oscuro, que florecerían enseguida, más hermosas, y las canciones de resistencia, y los aplausos un tanto histéricos al atardecer?

Pues hasta aquí hemos llegado. Entretanto ha habido muchos desencuentros, óbitos, despedidas, fallecimientos de familiares y amigos y fallos, de los diversos sistemas en los que nos amparamos y queremos confiar: la administración de las vacunas, la gestión de las alertas, la organización de la educación, la pandemia ya no es un estar, sino un ser en un ámbito completamente otro, un ecosistema; lo peor es que perdemos los nervios y la calma. Piensen, si no, en el índice de suicidios, enfermedades mentales desantendidas, violencia doméstica retenida tras las puertas del "dulce hogar"

Ah, la paciencia era esto, tal vez, pero nadie nos lo había enseñado. Creíamos que la paciencia, como la prudencia o el cuidado eran virtudes obsoletas, de colegio de ursulinas, de niñas reprimidas. Y ahora estamos siendo probados, día a día, desde todos los ámbitos por una pandemia contumaz, y una clase política incompetente, necia y soberbia.

Ahora resulta que venimos a comprender que la paciencia no consiste en esperar, sino en el modo en que se espera. La paciencia como virtud del tiempo. Éramos hiperactivos, infatigables, inestables, inquietos y huidizos, por lo que este parón nos subleva. Están las cifras de muertos, y las cifras económicas, cada cosas deberá ser analizada o maquillada por expertos. Mas el ciudadano de a pie, que somos cada uno, podrá entrenarse en el arte de la paciencia, porque queda seguramente mucho camino por recorrer. Habrá actitudes y planteamientos que quizá cambien para siempre. La impaciencia, el descontrol, la inconsciencia, la precipitación. Dieta de las prisas, adelgazar movimientos. La anatomía del alma habrá de ser minuciosamente reconfigurada por cada uno: en familia, en la escuela, con los amigos, porque los valores superficiales quizá ya no sirvan y haya que volver a las virtudes clásicas de una polis (ciudad) que funcione más al modo de un cuerpo herido en crecimiento, de un organismo vivo y vital, que el de un mecanismo de poder, soberbia y prevalencia.

Pues esto es todo lo que se nos ofrece, como dice el poeta (Eliot, en los años 20 del pasado siglo): "un pálido relumbre en los ajados rostros /distraídos de la enajenación por el aturdimiento, / llenos de fantasías y vacíos de sentido,/ apatía inflada sin concentración".

Más que nunca hoy percibimos que somos un mundo, una casa común, un cuerpo de anhelos, no un mercado de valores. Si la paciencia todo lo alcanza, será la paciencia, como virtud del tiempo, como fortaleza en la espera, como cuidado en el mientras y durante, lo que nos pueda dar luz sobre lo que viene y sobreviene, y aun ha de durar... Cambios no sólo de escena, sino de escenario, porque nada volverá a ser igual que antes, la vieja normalidad ha caducado, la nueva normalidad no existe, hay que ser capaz de aguantar en el vacío de la espera, tejiendo otras urdimbres de fortaleza y acogida que hoy, me parece, son aun muy débiles o están profundamente dañadas.

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