¿Qué sería de nosotros hoy sin un teléfono, sin una lavadora, sin un televisor, sin vacunas o sin la humilde fregona? Mejor ni pensarlo. Gracias a estos y a otros muchos inventos que nos parecen caídos del cielo la vida del hombre en la tierra ha ido cambiando para bien. No todos los inventos surgieron por que se buscaran, algunos nos llegaron por casualidad, la penicilina, por ejemplo, fue una serendipia, pero detrás de cada uno de ellos hay muchas horas de trabajo, de investigación, de ensayos, y no siempre los inventores contaron con el apoyo de los gobiernos, a veces, incluso, hasta fueron castigados por sus inventos, por lo que merecen que siempre los recordemos.
Seguramente muchos guardamos todavía una colección de casetes, de aquellas fantásticas cintas que nos sirvieron para acceder a la música en casa, en el coche y hasta en la calle. ¿Quién no disfrutó avanzando y retrocediendo para oír mil veces la canción favorita? También nos
fueron muy útiles para estudiar. ¿Quién no se pasó horas y horas dando la vuelta a un casete para memorizar los temas de una oposición o practicar la pronunciación de palabras de otro idioma? Y lo más entrañable: para inmortalizar recuerdos. ¿Quién no grabó las primeras palabras de su hijo, felicitaciones de cumpleaños para los amigos o mensajes que no debían ser olvidados?
El pasado martes 10 de marzo, Lou Ottens, el ingeniero holandés que lo inventó, falleció a los casi 100 años. El invento, que marcó varias generaciones, fue muy popular, pero poco se sabía del inventor. Nada raro, los méritos no suelen reconocerse de vivos, se reconocen de muertos, pero en este caso ni siquiera la muerte ha servido para recordarlo como merece. Y me parece tan injusto que hoy, en mi nombre y en nombre de todos los que disfrutamos de su invento en fiestas, clases y viajes, hilvano estas líneas para darle las gracias, pedirle perdón por tantos años de olvido y desearle que descanse en paz.