OPINIóN
Actualizado 20/03/2021
Ángel González Quesada

Ha tenido que ser, de nuevo, la fotografía en cuatricromía de una niña exánime en el muelle de Arguineguín, como lo fue hace años la del cadáver de un niño en una playa turca, lo que despierte (fugazmente) los lamentos de una ciudadanía mayoritariamente roma en lo solidario y negada para la empatía. Ha tenido que ser la imagen más cruda de un dolor infantil y concreto en el escalofriante problema de la migración africana a Europa, lo que ponga de actualidad, aunque solo unas horas, la mezquindad de las políticas de acogida, asilo y atención que la cada día más adiposa Unión Europea y sus miembros exhiben, más para nuestra vergüenza que para la suya.

Que la sensibilidad social, incluso el (des)interés particular por lo humanitario de millones de personas, por ejemplo españolas, están siendo colonizados, manipulados y dictados por una suerte de vacía repentización piadosa, de flash consumible de la pena, de lagrimeo facilón y lamento caducable, es tan evidente como que los principales suministradores de esos subidones puntuales de emotividad son unos medios de comunicación hundidos definitivamente en el más chusco marujeo, el sensacionalismo de saldo, el titular epatante y el más rastrero afán por las audiencias. Pero también la actitud y el comportamiento de las instituciones públicas, que demuestran que salvar vidas y respetar los derechos humanos son dos afirmaciones que, en lo que respecta a las políticas migratorias de la Unión Europea y sus países miembros, dejan todo que desear.

El problema de la llegada de pateras y cayucos a las playas canarias, un asunto de pura humanidad que da la medida del ánimo de civilidad de las naciones, es sin embargo tema que las cancillerías europeas, culmen de la hipocresía, tratan de capear con el establecimiento progresivo de controles fronterizos, devoluciones ilegales y rebotes en el más puro estilo mafioso. No se trata solo de una niña ahogada ni de una madre desesperada, y menos de las fotografías de ninguna de ellas, aunque en ocasiones parece que de publicar ese titular y esa foto se tratase. Se trata, por ejemplo, de que los medios de salvamento de los desventurados migrantes que llegan exhaustos a las fronteras europeas no sean cada día más escasos y, aunque las imágenes televisivas y fotografías se centren en la siempre admirable labor de rescate y primera atención, ello no oculte ni desvíe la atención sobre la depravación y consecuencias de la indiferencia institucional homicida en la UE y sus países miembros respecto a la inmigración.

El inmoral descaro de buscar respuestas a la inmigración con violentos controles fronterizos, aislamiento y devolución ilegal, hostigamiento o puro trato xenófobo, da noticia del desierto humanitario que abarata las estructuras públicas. Un comportamiento claramente homicida, porque, además, las crecientes dificultades que los estados ponen al funcionamiento de las organizaciones humanitarias de ayuda, salvamento, transporte y atención a los migrantes y refugiados, está elevando intolerablemente el número de víctimas mortales en las inhumanas travesías y las incomprensibles negativas de ayuda que han de afrontar los mendigos de la Tierra.

La frialdad inhumana y la despectiva burocracia europea no son, sin embargo, tan inquietantes y peligrosas como la desafección social hacia la inmigración. Se está generando en este país, a pasos agigantados, una creciente indiferencia de unas personas hacia otras personas, contagiadas aquéllas de la indolencia del desinterés y el desdén del egoísmo. Eso horada hasta lo más profundo la antigua naturaleza fraterna del ser humano y convierte en ceniza los restos de la lealtad de especie y los últimos espejos donde reconocerse persona. El rechazo virulento que actualmente se produce contra los paupérrimos migrantes o los andrajosos refugiados (una aporofobia canónica), es más, mucho más que una postura de comodidad o incluso una muy discutible defensa de un modo de vida. El asentamiento en el imaginario colectivo del concepto "fortaleza asediada" que se impone en las instituciones europeas, predica el fascismo rampante y contagia a millones de personas, genera no solo el desentendimiento y el abandono de los necesitados sino, tal vez ya sin remedio, un escalofriante numantinismo social que se acerca cada día a las más oscuras propuestas del nazismo.

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